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Pluralismo epistémico: crítica al cientificismo clínico y la injusticia hermenéutica

Por Larissa Guerrero Ph. D


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El estudio del autismo y de las neurodivergencias se ha desarrollado casi exclusivamente dentro del campo de la medicina y las ciencias de la salud, en particular psiquiatría, neurología y psicología clínica. Este campo establece categorías, aporta datos, decide qué cuenta como evidencia pertinente, quién puede hablar con autoridad sobre la variabilidad neurobiológica y bajo qué criterios se le describe. El resultado es un monopolio epistémico, estableciendo que otras formas de conocimiento quedan subordinadas o descartadas, incluso cuando aportan conocimiento, información o descripciones precisas de la experiencia autista y de los modos específicos de organización cuerpo-entorno. El problema no es meramente institucional, sino lógico, pues el mismo sistema que define el objeto “autismo” fija de antemano las reglas bajo los cuales cualquier descripción será admitida o rechazada.


Este monopolio se basa en un conjunto de acciones y creencias heredadas del positivismo lógico y científico. En primer lugar, las categorías diagnósticas se establecen a priori, es decir, antes de cualquier caso concreto se fijan rasgos, umbrales y combinaciones que determinarán quién es considerado autista y quién no. En segundo lugar, la estadística se convierte en norma, pues la distribución de ciertos rasgos en una población se usa como referencia para distinguir lo “típico” de lo “desviado”, de modo que la variabilidad neurobiológica se lee como distancia respecto de una curva. En tercer lugar, los modelos que se emplean son lineales y mecanicistas, suponen relaciones causales simples entre variables aisladas, como si el sistema nervioso fuese una suma de partes independientes y no un sistema dinámico acoplado al entorno. Estas operaciones no describen solo datos; delimitan el campo de lo pensable y posible sobre el autismo.


La tesis de este trabajo es que la variabilidad neurobiológica implicada en el autismo y en otras neurodivergencias no puede describirse con rigor mientras permanezca ligada en exclusiva a este dispositivo positivista de categorías a priori, normatividad estadística y modelos lineales. Un análisis adecuado requiere un pluralismo epistémico que incorpore marcos capaces de dar cuenta de sistemas dinámicos, acoplamientos situados y organización experiencial —entre ellos, el enactivismo y la filosofía clínica— y que trate la medicina como una fuente de conocimiento entre otras (sí, una más entre otras), no como árbitro único. Solo bajo este régimen plural es posible formular descripciones que respondan a las propiedades efectivas del neurotipo autista y no a las limitaciones de la norma estadística.


Régimen positivista y cientificismo en el estudio del autismo


El cientificismo es la doctrina según la cual la ciencia institucional —en este caso, la ciencia de la salud— es la única fuente legítima de conocimiento sobre el organismo. Bajo este supuesto, los enunciados provenientes de medicina, psiquiatría, neurología y psicología clínica adquieren un privilegio epistémico automático frente a cualquier otra forma de análisis. La experiencia situada, las descripciones filosóficas, los datos sociales, incluso la neurociencia que no se inscribe en el modelo clínico y los marcos teóricos externos a las ciencias de la salud quedan relegados a un estatus secundario o meramente ilustrativo. El cientificismo convierte la pertenencia institucional y metodológica a cierto campo en criterio de verdad, no en simple condición de especialización, y con ello impide que otros enfoques corrijan errores, vacíos o distorsiones del modelo dominante.


El cientificismo en las ciencias de la salud deriva de una lectura acrítica del positivismo científico de los siglos XIX y XX y del positivismo lógico del Círculo de Viena. El positivismo clásico fijó como criterio de validez que el conocimiento debía basarse en observaciones empíricas controladas y en leyes generales formuladas matemáticamente; el positivismo lógico añadió que las proposiciones con sentido cognitivo debían ser verificables o, al menos, reducibles a un lenguaje observacional o físico-matemático. Sobre esta base, la ciencia moderna adoptó la cuantificación como vía privilegiada para describir la naturaleza, primero en la física (Galileo, Newton), después en la biología y, finalmente, en las ciencias humanas a través de la estadística poblacional (Quetelet, Pearson), la psicometría y la epidemiología.


El método cuantitativo no nace en medicina, sino en la convergencia entre física matemática, estadística y administración de poblaciones. Cuando este método se traslada al estudio del organismo y de la conducta, deja de ser solo una técnica y pasa a operar como criterio de cientificidad; se considera conocimiento aquello que puede expresarse en variables numéricas, ser sometido a análisis estadístico y entrar en modelos nomotéticos. En biomedicina y psicología de la salud, este traslado adopta la forma de ensayos clínicos, escalas sintomáticas, baterías de test y grandes estudios de cohorte; lo que no se deja capturar en estos dispositivos se clasifica como “subjetivo” o irrelevante para la explicación causal, lo que es un reduccionismo metodológico intencionado.


El paso al cientificismo ocurre cuando esta preferencia metodológica se convierte en una tesis epistémica general, es decir, solo el conocimiento producido bajo reglas cuantitativas y experimentales se considera legítimo para hablar del organismo. La equivalencia “método cuantitativo = verdad” no se presenta como hipótesis revisable, sino como dogma implícito que rige qué voces cuentan y qué descripciones se toman en serio. En el campo del autismo, esta herencia positivista se traduce en la idea de que únicamente los datos cuantificados por las ciencias de la salud —escalas diagnósticas, biomarcadores, correlaciones neuroanatómicas— pueden decir algo válido sobre la variabilidad neurobiológica, mientras que la experiencia autista, los análisis filosóficos o los marcos relacionales quedan degradados a comentario suplementario. El gran problema al que nos enfrentamos es que no existen al día de hoy marcadores biológicos, orgánicos que cuantificar, lo que hace que todo el cientificismo anterior sea absurdo.


Dispositivo estadístico-diagnóstico


a) Las categorías diagnósticas se fijan antes de cualquier caso particular: Comités expertos definen conjuntos de rasgos, umbrales de frecuencia e intensidades mínimas que determinan qué combinaciones serán reconocidas como “autismo”. Estas definiciones se introducen en manuales y protocolos y, a partir de ahí, ordenan la recolección de datos; los registros clínicos, los cuestionarios y las entrevistas se diseñan para detectar aquello que la categoría ya prescribe. Los datos clínicos no generan las categorías, sino que se distribuyen según ellas y confirman, por construcción, los perfiles que esas definiciones anticipan.


b) La distribución estadística se usa como criterio normativo: Rasgos relativos a percepción, lenguaje, interacción, intereses o regulación se comparan con una muestra tomada como referencia “típica”. La distancia respecto de la media, expresada en desviaciones estándar o percentiles, se interpreta como desajuste cuantificable. A partir de ciertos puntos de corte, esa distancia se traduce en “trastorno” o “síndrome”. La estadística deja de operar como descripción de variabilidad y pasa a funcionar como umbral de aceptabilidad, por encima o por debajo de ciertos rangos, la diferencia se convierte en patología, independientemente de su coherencia interna o de su valor adaptativo en otros contextos.


c) Sobre este dispositivo se elaboran modelos lineales de causalidad: Se buscan relaciones directas entre una variable biológica —volumen de una región cerebral, concentración de un neurotransmisor, activación en una tarea— y un conjunto de rasgos observables definidos por la categoría diagnóstica. Se presupone que variaciones en ese parámetro producen cambios proporcionales en la conducta, como si el sistema nervioso pudiera descomponerse en factores independientes y sumables. Este tipo de modelos no incorpora la dinámica no lineal, la dependencia del contexto ni el acoplamiento continuo con el entorno, y reduce la variabilidad neurobiológica a desviaciones medibles alrededor de una media. El resultado es una imagen del autismo alineada con las exigencias del dispositivo estadístico-diagnóstico y del modelo causal lineal, más que con las propiedades efectivas de los sistemas vivos que pretende describir.

 

Este conjunto de decisiones de doctrina cientificista, adopción del positivismo como criterio de validez, herencia mecanicista, dispositivo estadístico-diagnóstico y falacias a priori, se ordenan los métodos disponibles y se delimita qué puede pensarse y decirse sobre el autismo. Al identificar verdad con resultado cuantificado dentro de categorías fijadas de antemano, el modelo excluye de entrada descripciones que no encajan en ese formato, invalidando todo experiencia que no cuadre con sus criterios aprendidos, incluso cuando dicen ofrecer análisis precisos de la organización autista y de su relación con el entorno. Así, la ciencia de la salud produce datos (que no cuadran con la realidad) y define el marco dentro del cual la variabilidad neurobiológica se convierte en “trastorno”, y convierte en residuo epistémico tanto la experiencia autista como los marcos teóricos que no se subordinan a la lógica estadístico-diagnóstica.

 

Producción de injusticia epistémica


La injusticia epistémica designa formas específicas de daño que afectan a una persona en tanto agente de conocimiento. En su forma testimonial, el daño aparece cuando el testimonio de alguien recibe un déficit sistemático de credibilidad por prejuicios ligados a su pertenencia a un grupo. En su forma hermenéutica, el daño procede de la falta de recursos conceptuales compartidos para interpretar ciertas experiencias, lo que deja a quienes las viven en desventaja para comprenderlas y comunicarlas.


En el campo del autismo, estas dos modalidades no son efectos secundarios, son consecuencias directas del régimen positivista descrito antes. El lugar que se asigna a la persona autista en los dispositivos clínicos y diagnósticos no es el de agente cognoscente, sino el de fuente de datos a ser reinterpretados por un tercero. A la vez, las categorías disponibles para describir la experiencia autista derivan de modelos deficitarios que no contemplan su organización propia del cuerpo y del entorno.


Afirmaciones como “la verdad buscaba más que evidencia anecdótica” rebajan de forma general la experiencia autista y los relatos en primera persona al rango de dato menor, asociándolos a falta de rigor sin evaluar su contenido ni su coherencia interna. Cuando se afirma que “la creación de conceptos ha proliferado mucho en la comunidad haciendo más daño que bien”, se descalifica preventivamente la elaboración conceptual que surge desde las propias personas autistas, tratándola como fuente de confusión en lugar de como trabajo epistémico legítimo. La injusticia epistémica identifica a la comunidad autista como cognitivamente negligente y se reserva la profundidad y la investigación “verdadera” para agentes externos, lo que consolida una relación jerárquica en la que la voz autista queda sistemáticamente situada en un nivel inferior de credibilidad y autoridad cognitiva, dando validez únicamente al cientificismo con total ignorancia del pluralismo epistémico. Lo peor es que surge desde dentro de la comunidad neurodivergente. Esto da pie a la injusticia testimonial.


Injusticia testimonial: descrédito de la experiencia autista


La injusticia testimonial aparece cuando la palabra de los autistas recibe menos credibilidad que la de otros agentes no por la calidad de su contenido, sino por la posición que ocupa en el campo clínico. En los protocolos habituales, el “informante fiable” suele ser un tercero neurotípico (familiar, docente, profesional), mientras que la autopresentación de la persona autista se considera, en el mejor de los casos, material complementario. Expresiones como “falta de insight”, “poca conciencia de enfermedad” o “escasa fiabilidad del autoinforme” opera como dispositivos de descrédito anticipado. Este descrédito no se limita a casos con dificultades de lenguaje oral, también cuando la persona autista formula análisis complejos sobre su percepción, sus intereses, sus modos de regulación o la carga sensorial, su testimonio suele ser reclasificado como “racionalización”, “interpretación subjetiva” o “distorsión propia del trastorno” o incluso “estás exagerando”.


El resultado es una asimetría estable, los profesionales leen la experiencia autista a través de categorías previas, mientras que la persona autista ve sus descripciones sometidas a correcciones constantes desde un marco que ella no ha contribuido a construir.

La consecuencia epistémica es precisa, como autista se pierde peso como fuente directa de conocimiento sobre la variabilidad neurobiológica que se encarna. Sus informes no sirven como datos primarios que puedan corregir el modelo, sino como material que debe encajar en un esquema ya definido. Esa pérdida de credibilidad afecta a la relación clínica y afecta la posibilidad misma de que la experiencia autista modifique las teorías que pretenden describirla.


Injusticia hermenéutica: categorías deficitarias y cuerpo-entorno


La injusticia hermenéutica se produce cuando no existen, en el repertorio conceptual compartido, categorías adecuadas para dar cuenta de ciertas experiencias. En el autismo, esto se manifiesta en la imposibilidad de describir de forma legítima modos específicos de acoplamiento cuerpo-entorno. Fenómenos como la atención monotrópica, la necesidad de ciertos patrones sensoriomotores, la forma particular de temporalidad interna, el hiperextrañar o la relevancia de la estabilidad contextual carecen de conceptos clínicos que los tomen como formas coherentes de organización.


El vacío lo ocupan categorías deficitarias, tal como “rigidez”, “falta de flexibilidad”, “pobre reciprocidad social”, “intereses restringidos”, “conductas desadaptativas”, “trastorno del comportamiento”. Estas etiquetas valoran negativamente la conducta e impiden formularla como respuesta racional a un entorno desorganizado desde la perspectiva autista. No hay lugar, en el lenguaje disponible, para describir la lógica interna de muchas conductas, experiencia, formas de participar, porque el marco parte de una norma neuronormativa de interacción, atención, emoción, comunicación o regulación.


Esta carencia de categorías no afecta solo a la mirada externa, sino que las propias personas autistas se ven obligadas a traducir su experiencia a un vocabulario que la presenta como déficit, o bien a permanecer en el silencio conceptual. La imposibilidad de nombrar adecuadamente la relación entre su cuerpo, sus ritmos, sus necesidades sensoriales y su entorno genera una desventaja cognitiva, mental, emocional, los problemas quedan formulados en términos ajenos a la forma en que efectivamente se organizamos nuestros procesos internos.


Cuando alguien, desde una posición de supuesta autoridad clínica, afirma que “este concepto claramente te lo inventaste de cualquier lado sin tener mucho contacto real con el autismo a nivel clínico” y que “no está referenciado en ninguna fuente confiable con evidencia o desde el consenso profesional”, se combinan tres injusticias. Hay injusticia testimonial porque la credibilidad de quien habla se reduce de entrada por no ser psicólogo o neurólogo, sin analizar el contenido del concepto. Hay injusticia hermenéutica porque al decir que “te lo inventaste de cualquier lado” se niega que la comunidad autista pueda generar categorías válidas para nombrar patrones de experiencia aún no descritos en la literatura clínica, cancelando la posibilidad de que el término cubra un vacío interpretativo y se reclasifica como “confusión”. Y hay cientificismo porque solo se reconocen como fuentes legítimas de conocimiento las nociones presentes en publicaciones y consensos profesionales de las ciencias de la salud, mismas que han introducido los sesgos, la patologización y los reduccionismos, sin dejar de mencionar las injusticias, de modo que cualquier elaboración conceptual que no provenga de ese círculo se considera, por principio, inválida.


Conexión con las operaciones positivistas


Las dos formas de injusticia epistémica descritas son productos directos del dispositivo positivista-diagnóstico expuesto anteriormente. Las categorías a priori fijan de antemano qué rasgos serán observados y cómo se interpretarán. La estadística normativa delimita lo admisible y lo patológico. Los modelos lineales de causalidad deciden qué tipo de explicación se considerará válida. Desde este marco, la experiencia autista queda situada en un plano epistémicamente inferior por diseño, si una descripción en primera persona no se ajusta a las categorías diagnósticas, se clasifica como irrelevante o errónea; si introduce dimensiones no cuantificadas por las escalas, se etiqueta como “subjetiva” en sentido descalificador. De modo análogo, una propuesta teórica —por ejemplo, enactivista o de filosofía clínica— que no parta de la desviación estadística y del esquema causal lineal se juzga “no científica” con independencia de su potencia explicativa. La injusticia testimonial y la hermenéutica emergen así como consecuencias lógicas de un régimen que decide de antemano qué fuentes y qué lenguajes pueden contar como conocimiento. Corregir este estado de cosas exige una política de justicia epistémica, es decir, reasignar credibilidad a la voz autista como fuente primaria de datos, reconocer la elaboración conceptual interna a la comunidad como trabajo cognitivo legítimo e introducir criterios de validación que no dependan exclusivamente del dispositivo estadístico-diagnóstico. Solo a partir de ese desplazamiento se abre la posibilidad de que los marcos alternativos no funcionen como excepciones toleradas, sino como componentes necesarios en la producción de conocimiento sobre el autismo.


Insuficiencia fundamental del modelo mecanicista-funcionalista


Mecanismo y funcionalismo en el modelo médico


El modelo médico dominante adopta una concepción mecanicista del cuerpo y del sistema nervioso que proviene de la tradición moderna de la biología y la fisiología, esto es, el organismo se entiende como un conjunto de partes discretas —órganos, sistemas, circuitos— conectadas entre sí, donde cada elemento tiene una tarea identificable. En neurociencia clínica esto se traduce en la partición del cerebro en módulos, circuitos o “redes” a los que se asignan funciones específicas; procesamiento sensorial, lenguaje, reconocimiento de rostros, “teoría de la mente”, control ejecutivo, etc. Se asume que el rendimiento global depende de la operación correcta de cada componente y de la transmisión ordenada de información entre ellos. Bajo este esquema, la patología se define como un fallo localizable en una pieza del sistema (una región, un receptor, una conexión), y el trabajo clínico consiste en rastrear, de manera lineal, cómo ese fallo se expresa en una cadena de efectos hasta llegar a la conducta observable.


El funcionalismo que acompaña a este enfoque no se limita a describir qué hace cada parte, sino que le asigna un valor según su contribución al logro de ciertos patrones de comportamiento considerados deseables. Una región cerebral, un circuito o un proceso cognitivo “funcionan bien” cuando producen respuestas alineadas con expectativas previas de desempeño, como mantener contacto ocular en determinadas situaciones, responder con determinada rapidez a cambios de tarea, regular la activación emocional dentro de rangos entendidos como adecuados, sostener un tipo específico de reciprocidad social. La función se define, por tanto, respecto de una norma de conducta que no surge del análisis del organismo autista, sino de modelos neuronormativos de interacción, productividad y regulación.


Dentro de este marco, la desviación respecto de las funciones esperadas se interpreta automáticamente como disfunción. Si una persona no responde a la sobrecarga social reduciendo su exposición, se habla de “problema de habilidades sociales”; si prioriza un foco atencional intenso en lugar de repartir recursos entre múltiples demandas, se habla de “flexibilidad reducida”; si requiere patrones motores repetitivos para estabilizar la experiencia sensorial, se habla de “conductas estereotipadas”. En ningún caso se pregunta primero qué relación coherente guarda esa forma de respuesta con la organización general del sistema nervioso y del cuerpo en ese neurotipo. La norma de función se define desde fuera y la evaluación médica compara al individuo con ese patrón externo, de modo que la categoría de “disfunción” expresa ante todo un desajuste con el estándar neuronormativo, no un análisis de la lógica interna del sistema autista.


Desajuste con sistemas neurobiológicos dinámicos


Los sistemas neurobiológicos no se comportan como máquinas lineales de partes intercambiables. La actividad nerviosa se organiza mediante dinámicas no lineales en las que pequeñas variaciones en ciertos parámetros pueden producir cambios amplios o, por el contrario, ser integradas sin efectos observables, según el estado global del sistema. Esto implica dependencia de condiciones iniciales, sensibilidad a la historia de activación y acoplamiento entre múltiples niveles: sinapsis, redes locales, sistemas distribuídos, regulación autonómica, postura, respiración, interacción social. No es posible describir estos procesos mediante cadenas simples del tipo “lesión en X produce síntoma Y” sin perder información relevante.


En términos formales, la no linealidad implica que la suma de efectos parciales no equivale al efecto combinado. La respuesta a un estímulo sensorial no depende solo de la intensidad física del estímulo, sino de la carga previa, del estado del sistema autonómico, del nivel de fatiga, del patrón atencional activo y del contexto social en el que se produce. Lo mismo vale para tareas cognitivas, es decir, el desempeño en una prueba no es expresión directa de una “función” aislada, sino resultado de múltiples procesos que interactúan en tiempo real. Reducir ese resultado a “déficit de función ejecutiva”, por ejemplo, oculta la contribución de factores sensoriales, motivacionales, temporales y relacionales.


El sistema nervioso tampoco opera separado del cuerpo ni del entorno. Percepción, atención, regulación y acción dependen del acoplamiento continuo organismo-entorno. Variaciones en el ruido ambiental, en la densidad social, en las demandas de multitarea o en la previsibilidad de los eventos modifican la organización neurofisiológica de forma inmediata. La misma conducta —por ejemplo, retirarse de una situación, balancearse, repetir una frase— puede ser una respuesta activa para estabilizar el sistema en cierto contexto y volverse inviable en otro. Un modelo que trata al cerebro como un procesador central con acciones fijas ignora esta dependencia contextual y, por tanto, interpreta como “disfunción interna” respuestas que son adecuadas dado el estado global organismo-entorno.


En el caso del autismo, la coherencia interna del neurotipo involucra patrones estables de atención, de selección de información, de uso del tiempo, de integración sensorial y de relación con los demás. Estos patrones no se deducen de la suma de “funciones” aisladas, sino de la dinámica completa del sistema en interacción con entornos específicos. La tendencia a hiperfocos intensos, la necesidad de regular la carga sensorial mediante movimientos repetitivos, la preferencia por ciertas formas de predictibilidad o la forma particular de gestionar la distancia social se sostienen en esa dinámica global. El enfoque mecanicista-funcionalista, al buscar fallos localizables en módulos o circuitos, pasa por alto estas regularidades de orden superior y las fragmenta en listas de “síntomas”.


Este desajuste es conceptual y además conduce a modelos explicativos que intentan localizar en una región cerebral o en una “función cognitiva” aquello que solo aparece cuando se considera el sistema completo en su acoplamiento con el entorno. Cualquier teoría que mantenga la analogía de la máquina de partes intercambiables resultará incapaz de dar cuenta de la variabilidad neurobiológica autista sin convertirla en error de ensamblaje, en lugar de describirla como un modo distinto de organización dinámica.


Consecuencias para la comprensión del autismo

Aplicado al autismo, este modelo traduce toda diferencia en desempeño en términos de “fallas de función” respecto de una norma supuesta. Dificultades en entornos sociales ruidosos se leen como “déficit de habilidades sociales”, variaciones atencionales como “pobre flexibilidad”, necesidades de regular entrada sensorial como “conductas estereotipadas” o “comportamientos desadaptativos”. La pregunta nunca es qué forma de organización se expresa ahí, sino qué función normativa deja de cumplirse.


La coherencia interna del neurotipo autista queda así anulada. Rasgos que, considerados en conjunto, describen una forma distinta de organizar percepción, atención, memoria y vínculo con el entorno, se descomponen en síntomas que apuntan a fallos puntuales: un “módulo social” defectuoso, un “déficit ejecutivo”, una “alteración sensorial”. La variabilidad neurobiológica se reduce a distancia respecto de un perfil funcional previamente idealizado, en lugar de analizarse como otra solución posible a problemas de orientación, regulación y sentido.


Este esquema distorsiona la descripción científica y legitima intervenciones orientadas a corregir funciones en lugar de comprender la lógica del sistema. Prácticas clínicas y educativas se diseñan para aproximar la conducta autista al patrón considerado normal, aunque ello implique desorganizar su modo propio de acoplamiento cuerpo-entorno. Desde el punto de vista epistémico, el modelo mecanicista-funcionalista impide ver el autismo como forma de organización y lo convierte en un inventario de fallos, lo que confirma la insuficiencia estructural del enfoque para dar cuenta de la variabilidad neurobiológica que pretende explicar.


El punto crítico es que, tanto en las ciencias de la salud como en parte del discurso que se presenta bajo el paradigma de la neurodiversidad, el mecanicismo, el funcionalismo y el cientificismo no se reconocen como supuestos, sino como “realidad” del autismo. La mayoría de los profesionales no recibe formación en filosofía de la ciencia ni en epistemología, de modo que toman las categorías diagnósticas, la normatividad estadística y los modelos lineales como descripciones neutras del organismo y no como decisiones teóricas contingentes. Algo similar ocurre en ciertos discursos de neurodiversidad que intentan despatologizar el autismo sin abandonar el lenguaje y los criterios heredados del mismo dispositivo clínico; se reivindica la diferencia, pero se mantiene la referencia al DSM, a los puntos de corte y a las nociones de “función” propias del modelo médico. Mientras se preserve ese marco, cualquier intento de salir de la patologización queda limitado a un cambio de tono o de valoración moral, pero no modifica las operaciones que convierten la variabilidad neurobiológica en desviación. A esto se suma una inercia institucional y una cierta arrogancia profesional, pues reconocer los límites del modelo implicaría aceptar que personas fuera de las disciplinas clínicas, incluidas las propias personas autistas, pueden aportar correcciones de fondo. Sin ese desplazamiento epistémico, el sistema se mantiene ciego a sus propios supuestos y reproduce, bajo nuevas etiquetas, la misma lógica que dice querer superar.

 

Pluralismo epistémico como marco alternativo


El pluralismo epistémico parte de una tesis precisa, ningún sistema de conocimiento, por sí solo, agota las descripciones válidas de los objetos y procesos que pretende explicar. Implica el reconocimiento de marcos de conocimiento distintos —clínico, biológico, experiencial, filosófico, social, histórico, entre otros— que operan con instrumentos conceptuales, métodos, categorías, criterios y lógicas, permiten ver ciertas propiedades e invisibilizan otras. En el contexto del autismo, el pluralismo epistémico niega que la medicina y las ciencias de la salud tengan un derecho y validez exclusivo sobre la definición del objeto; afirma que su contribución es relevante pero limitada, y que otras formas de análisis no son suplementarias, sino necesarias para obtener descripciones, conocimiento, criterios, más adecuados de la variabilidad neurobiológica y de las formas autistas de vida.


Este planteamiento no introduce una jerarquía inversa donde la clínica quedaría anulada por marcos alternativos. El pluralismo exige identificar qué tipo de preguntas responde cada enfoque y qué clase de evidencia utiliza. El conocimiento clínico describe patrones en poblaciones y responde a interrogantes diagnósticas y pronósticas; la experiencia autista en primera persona aporta información sobre organización vivida del cuerpo, del tiempo y del entorno; el enactivismo ofrece herramientas para analizar acoplamientos organismo-entorno; la filosofía clínica examina la coherencia lógica de las categorías y de los usos del lenguaje; los análisis sociales y políticos estudian cómo normas, instituciones, políticas públicas y relaciones de poder configuran las condiciones de vida y de interpretación del autismo. Ninguno de estos niveles puede reemplazar a los demás sin pérdida epistémica.


Razones para aplicar pluralismo epistémico a la variabilidad neurobiológica

La variabilidad neurobiológica implicada en el autismo no se reduce a parámetros medibles en una sola escala. Incluye diferencias en integración sensorial, patrones atencionales, modos de regulación, usos del tiempo, estilos de pensamiento y formas de vinculación. Parte de esa variabilidad se registra en datos biológicos y conductuales; otra parte solo se documenta mediante descripciones experienciales y análisis relacionales. Un marco exclusivamente clínico-estadístico no puede registrar, por ejemplo, cómo se organiza la continuidad interna en una vida autista, cómo se construye la previsibilidad necesaria para evitar colapsos, o qué papel cumplen los intereses intensos en la estabilidad del sistema.


La dimensión biológica aporta límites y posibilidades, como rangos de plasticidad, condiciones metabólicas, efectos de la sobrecarga sensorial. Sin embargo, la misma estructura neurobiológica produce efectos distintos según el contexto social, la disponibilidad de acomodaciones, la exposición a violencia o a validación, las expectativas temporales y productivas. Estas dimensiones son relacionales y semióticas, ya que se inscriben en interacciones, en lenguaje, en normas. Sin un análisis de estos niveles, cualquier interpretación de “trastorno” confunde propiedades del organismo con productos de entornos neuronormativos.

Además, el testimonio autista introduce información que ningún experimento puede reconstruir desde fuera, cómo se experimenta un shutdown, qué tipo de previsibilidad reduce la carga, qué formas de interacción son viables, qué usos del silencio, del movimiento o de la repetición mantienen la coherencia interna. Estas descripciones no son “anecdóticas”, sino datos de primer orden sobre la organización del sistema, siempre que se trabajen con criterios analíticos claros. Integrar marcos biológicos, experienciales, relacionales y semióticos no es una opción estética, es una exigencia de rigor para no confundir el perfil estadístico de una población con la realidad vivida de un neurotipo.


Los ejemplos anteriores no agotan las razones para aplicar un pluralismo epistémico al autismo; solo ilustran algunos niveles donde un único marco resulta insuficiente. Habría que añadir, entre otros, los efectos históricos de las categorías diagnósticas, las implicaciones jurídicas de ciertos criterios clínicos, el papel de las tecnologías de medición en la producción de “evidencia” y el impacto de las políticas públicas sobre qué vidas se consideran viables. Cada uno de estos campos introduce variables que no pueden leerse solo en clave biológica ni solo desde la experiencia individual, y refuerza la necesidad de articular múltiples formas de conocimiento si se pretende describir con rigor la variabilidad neurobiológica y las condiciones de vida autista.


Distinción entre pluralismo y relativismo


El pluralismo epistémico no equivale a relativismo. No afirma que todas las descripciones valgan lo mismo ni que cualquier marco tenga igual poder explicativo. Exige, por el contrario, criterios explícitos para evaluar los aportes de cada enfoque. Entre esos criterios se encuentran por ejemplo, la coherencia interna (ausencia de contradicciones lógicas dentro de un marco), compatibilidad con los datos disponibles (incluidos los testimonios en primera persona), capacidad para generar descripciones finas de casos concretos y potencia para explicar regularidades sin recurrir a etiquetas vacías de contenido.


Un modelo que niega la validez de la experiencia autista por principio falla en coherencia, porque pretende describir un modo de vida sin admitir la voz de quienes lo viven. Un marco que apela a la “neurodiversidad” pero conserva intactas las categorías deficitarias del dispositivo clínico falla en consistencia, porque mantiene como supuestas las mismas operaciones que dice cuestionar. Un enfoque que trabaja únicamente con correlaciones estadísticas y descarta la dimensión relacional no puede explicar por qué ciertos entornos disparan colapsos y otros no, aun con la misma configuración neurobiológica.


La distinción clave es que el pluralismo admite crítica recíproca entre marcos. Un resultado clínico puede poner en cuestión una hipótesis filosófica; un testimonio autista puede evidenciar que una categoría diagnóstica agrupa experiencias que, en realidad, tienen lógicas distintas; un análisis enactivista puede mostrar que una explicación mecanicista confunde correlación con causa. El relativismo impediría este tipo de corrección cruzada; el pluralismo la exige. En el caso del autismo, avanzar hacia justicia epistémica implica precisamente esto; reconocer múltiples fuentes de conocimiento, someterlas a criterios de rigor y permitir que la voz autista, los marcos no positivistas y la evidencia empírica dialoguen en condiciones que no estén determinadas de antemano por el cientificismo ni por la normatividad estadística.


Transepistémico y travesía sincrética de dominios semióticos


El término transepistémico (transepistemics) designa prácticas en las que el aprendizaje y la interpretación no se realizan dentro de un único sistema de conocimiento, sino atravesando varios a la vez. Implica trabajar con saberes científicos, comunitarios, históricos, indígenas, experienciales y profesionales sin reducir unos a meros ejemplos de otros. En lugar de traducir todo al lenguaje de la clínica o de la estadística, la transepistemicidad mantiene activos varios marcos y permite que cada uno aporte conceptos, distinciones y problemas propios. Aplicada al autismo, esta perspectiva obliga a considerar en el mismo plano de análisis tanto los datos de la medicina y la neurociencia como el conocimiento producido por personas autistas, colectivos activistas, estudios sociales de la discapacidad y trabajos filosóficos críticos. Lo que yo hago en mi trabajo de investigación.


La función central de lo transepistémico no es añadir “contexto” a un núcleo médico supuesto, sino desplazar la idea de que hay un único centro. El diagnóstico clínico deja de ser el lugar desde el cual se interpreta todo lo demás, y pasa a ser uno de los nodos en una red de saberes donde también cuentan la experiencia vivida, la genealogía histórica de las categorías, el análisis de las políticas públicas y las formas locales de nombrar y organizar la diferencia. Esta disposición abre la posibilidad de que los marcos externos a la clínica corrijan, delimiten o reorienten lo que la clínica afirma sobre el autismo.


Travesía sincrética de dominios semióticos


La travesía sincrética de dominios semióticos se refiere a un procedimiento mediante el cual se ponen en relación diferentes sistemas de signos para analizar un mismo objeto. Un dominio semiótico incluye las palabras, los diagramas, protocolos, escalas, narrativas, metáforas, imágenes y prácticas que organizan el sentido. En el campo del autismo, al menos tres dominios son evidentes: el científico-clínico (manuales, artículos, escalas, informes), el experiencial-comunitario (relatos en primera persona, categorías creadas por la comunidad, etiquetas reivindicadas o rechazadas) y el socio-político (textos normativos, discursos mediáticos, políticas de salud, marcos jurídicos). A estos yo integro el simbólico-cultural, que abarca representaciones de género, figuraciones de la diferencia, narrativas de resistencia, prácticas de autodefensa y formas de textualidad y arte donde se codifican, disputan y reorganizan los sentidos sociales del autismo.


La travesía sincrética no consiste en mezclar estos dominios sin distinción, sino en cruzar sus recursos de manera metódica. Por ejemplo, puede tomarse una categoría clínica como “trastorno del espectro autista” y examinar cómo aparece en testimonios autistas, qué equivalentes o resistencias genera en el lenguaje comunitario y qué efectos produce en documentos administrativos. A la inversa, términos acuñados desde dentro de la comunidad, como neurodisidencia, presencia restitutiva o neuropunk, pueden leerse junto a descripciones neurobiológicas y estudios de políticas de inclusión para precisar su alcance. Neurodisidencia permite identificar posiciones de rechazo activo frente a normas neuronormativas; presencia restitutiva nombra formas específicas de aparecer en el espacio social que reparan formas agregacionistas de inclusión; neuropunk articula prácticas de resistencia y autodefensa que disputan la lectura patologizante del cuerpo y expresión autista. El análisis sincrético consiste en examinar cómo estos conceptos reorganizan la lectura clínica, qué efectos tienen en marcos jurídicos o institucionales y qué aspectos de la experiencia autista hacen visibles o dejan fuera. No se trata de fusionar los lenguajes, sino de comparar signos que apuntan al mismo campo de experiencia desde códigos distintos y evaluar su potencia descriptiva y política, despatologizando nuestra vivencia.


Justificación metodológica frente al modelo estadístico-diagnóstico


Estas acciones —transepistemicidad y travesía sincrética— tienen una función metodológica directa frente a los sesgos del modelo estadístico-diagnóstico. Cuando el autismo se define solo mediante categorías a priori, normas estadísticas y modelos lineales, muchas dimensiones quedan fuera de registro, tal como la lógica interna de ciertos comportamientos, el papel de las normas sociales en la producción de “síntomas”, la experiencia del tiempo, la distribución de la carga sensorial, las formas específicas de violencia institucional. Los dominios semióticos clínicos no contienen signos para todo esto o los codifican bajo etiquetas deficitarias.


Al introducir otros sistemas de conocimiento y otros dominios de signos, es posible detectar qué partes del campo quedan eliminadas por el dispositivo positivista. Testimonios autistas que describen shutdowns, hiperfocos, formas de extrañar o estrategias de regulación sensorial, permiten identificar regularidades que no aparecen en las escalas.


Estudios históricos muestran cómo ciertos “síntomas” emergen y desaparecen según cambios en las normas sociales y en los manuales diagnósticos. Análisis políticos evidencian cómo categorías clínicas se utilizan como filtros de acceso a derechos o como justificación de prácticas coercitivas. Esta información obliga a revisar la pretensión de neutralidad del modelo clínico y muestra que muchos de sus juicios dependen de decisiones externas y no de propiedades intrínsecas del organismo.


La transepistemicidad y la travesía sincrética permiten, además, someter el vocabulario clínico a crítica desde fuera de su propio circuito. Si una categoría no tiene correlato inteligible en la experiencia autista, genera efectos de daño en políticas públicas o contradice datos neurobiológicos recientes, su validez queda en cuestión, aunque conserve prestigio institucional. Al mismo tiempo, conceptos surgidos de la comunidad pueden evaluarse por su resonancia identitaria y su capacidad para articular datos biológicos, neurobiológicos, vivencias así como contextos sociales y culturales. De este modo, el pluralismo epistémico deja de ser una declaración abstracta y se convierte en un conjunto de operaciones concretas que corrigen sesgos, amplían el campo de lo visible y restituyen dimensiones del autismo que el modelo estadístico-diagnóstico había excluido.


Mi propuesta de marco plural: enactivismo y filosofía clínica


No ahondare demasiado porque para esto ya he escrito todo un manual, Filosofía clínica neuroafirmativa, una epistemología enactiva para una práctica no patologizante, pero brevemente expondré algunos puntos sobre el enactivismo y la filosofía clínica.


El enactivismo parte de una tesis distinta de la cognición, esto es, que los procesos cognitivos son actividades encarnadas que emergen de la relación continua entre organismo y entorno. No hay un “cerebro que procesa inputs” aislado, sino un cuerpo que se mueve, percibe, anticipa y regula mediante bucles sensoriomotores y afectivos. Desde ahí, el autismo no se describe como fallo de módulos internos, sino como una forma específica de acoplamiento, con parámetros propios de saliencia sensorial, ritmos temporales, márgenes de tolerancia a la imprevisibilidad, criterios internos de coherencia y modos de orientar la atención.


Esto permite releer conductas que el modelo mecanicista clasifica como síntomas. El stimming se entiende como operación estabilizadora de un sistema que necesita anclar ciertas regularidades sensoriomotoras para mantener claridad interna. Las rutinas y los guiones anticipados son ayudas de reducción de incertidumbre en contextos saturados de variables. Los hiperfocos intensos organizan el campo de relevancia y permiten disminuir la dispersión de estímulos. La retirada de situaciones sociales sobrecargadas interrumpe un acoplamiento que ha dejado de ser viable, no como “huida irracional”, sino como preservación de integridad fisiológica y cognitiva.


Con este enfoque, la pregunta central cambia: ya no es “¿qué le falta al cerebro autista respecto de una función estándar?”, sino “¿qué tipo de equilibrio organismo–entorno se construye aquí y bajo qué condiciones deja de ser viable?”. El enactivismo introduce variables que el dispositivo estadístico-diagnóstico no maneja, como tiempos de recuperación tras sobrecarga, densidad de estímulos tolerable, relación entre previsibilidad y capacidad de actuación, diferencias en los criterios internos que indican seguridad o amenaza. Estas variables son indispensables para entender por qué ciertos entornos resultan inhabitables para muchas personas autistas aunque los marcadores clínicos “objetivos” no cambien.


Filosofía clínica: la experiencia autista como trabajo conceptual


La filosofía clínica no añade “opiniones filosóficas” a la clínica, sino que analiza los conceptos que esta emplea, por ejemplo, qué presuponen, qué implicaciones normativas tienen, qué dejan fuera y qué efectos producen sobre quienes quedan nombrados por ellos. Se pregunta, por ejemplo, qué se afirma exactamente cuando se habla de “déficit social”, qué noción de normalidad relacional se está usando, qué modelo de sujeto se introduce al hablar de “falta de empatía” o “trastorno del comportamiento”, “juego simbólico” y si esas nociones resisten un examen lógico riguroso cuando se confrontan con la experiencia autista.


Desde esta práctica, los relatos en primera persona dejan de ser testimonios decorativos y se convierten en materiales para extracción conceptual. Al analizar series amplias de descripciones autistas sobre extrañar, sobrecarga, shutdown, uso del tiempo, presencia en el espacio social, se identifican invariantes que permiten formular conceptos nuevos. Nociones como presencia restitutiva, neurodisidencia o neuropunk son ejemplos de esta operación lógica, no son etiquetas identitarias, sino instrumentos para nombrar modos recurrentes de aparecer, resistir y organizar la vida autista frente a marcos neuronormativos. La filosofía clínica examina la consistencia interna de estos conceptos, su relación con las categorías clínicas existentes y su capacidad para describir mejor lo que las etiquetas deficitarias distorsionan.


Al mismo tiempo, esta práctica permite desmontar conceptos clínicos cuando resultan lógicamente inválidos o epistémicamente dañinos. Si una categoría agrupa experiencias heterogéneas con lógicas distintas, incurre en sobreinclusión; si elimina dimensiones centrales de la experiencia autista, incurre en subdescripción; si transforma ajustes racionales en “síntomas”, introduce un sesgo normativo ilegítimo. La filosofía clínica documenta estos problemas, propone alternativas conceptuales y muestra que el lenguaje médico no es neutro, sino una construcción que puede y debe ser revisada.


La neurofilosofía añade un nivel de análisis específico al trabajo de filosofía clínica. No se limita a comentar resultados de la neurociencia, sino que examina qué presupuestos sobre mente, cerebro, persona y agencia se introducen cuando se interpretan ciertos hallazgos. En el caso del autismo, la neurofilosofía permite revisar críticamente inferencias habituales, identificar activación diferencial en una región y concluir “déficit de teoría de la mente”, observar variaciones sensoriales y hablar de “procesamiento defectuoso”, o describir patrones de conectividad como “fallas de integración”. Este nivel de análisis pregunta qué relación lógica hay entre esos datos y las conclusiones, qué otras interpretaciones son posibles si se adopta un marco enactivo, y cómo se podrían formular hipótesis que no traduzcan de inmediato cualquier diferencia en términos de disfunción.


La filosofía de la ciencia, por su parte, ofrece herramientas para denunciar de manera explícita el positivismo, el funcionalismo y el mecanicismo que atraviesan las ciencias de la salud. Analiza cómo se construyen los modelos, qué tipo de idealizaciones introducen, qué papel cumplen la estadística y los diseños experimentales en la producción de “hechos”, y en qué punto se transforman reglas metodológicas en dogmas epistémicos. Desde este lugar, puede mostrarse que la identificación automática entre medición cuantitativa y verdad, la lectura lineal de las causalidades y la reducción de la conducta a “funciones” no son exigencias de la realidad biológica, sino decisiones teóricas contingentes. Al hacer visibles estos supuestos, la filosofía de la ciencia abre espacio para marcos que describen el autismo sin quedar atrapados en la lógica del déficit funcional ni en el cientificismo clínico.

 

Integración con el pluralismo epistémico


En un marco plural, enactivismo y filosofía clínica no sustituyen a la medicina ni a la neurociencia, pero modifican su estatuto. El diagnóstico deja de ser el eje definitorio del autismo y pasa a ser un dispositivo entre otros, con alcance limitado y función acotada (administrativa, orientadora, comparativa). La neurociencia sigue aportando datos sobre patrones de conectividad, diferencias en procesamiento sensorial o variaciones metabólicas, pero esos datos ya no se interpretan en el vacío, sino a la luz de descripciones enactivo-relacionales y de categorías trabajadas desde la experiencia autista.


El enactivismo proporciona el nivel explicativo sistémico, describe cómo se organiza un neurotipo en su relación con entornos concretos, qué condiciones hacen viable o inviable esa relación, y por qué ciertos ajustes conductuales tienen sentido dentro de esa organización. La filosofía clínica opera como metanivel crítico, revisa los conceptos que se usan para nombrar esa organización, contrasta los marcos médicos con los conceptos emergentes de la comunidad, señala incompatibilidades y sugiere reemplazos cuando el vocabulario disponible impide una descripción adecuada.

Integrados en el pluralismo epistémico, estos marcos introducen dos correcciones decisivas. Primero, desplazan el centro de gravedad desde la desviación estadística hacia la forma de vida; el autismo se analiza como modo consistente de organización neurobiológica y relacional, no como colección de fallos respecto de una norma abstracta. Segundo, redistribuyen la autoridad cognitiva, la voz autista y los conceptos generados desde la experiencia dejan de ocupar un lugar marginal y pasan a ser coproductores de teoría. En este escenario, el conocimiento clínico ya no puede decidir en solitario qué cuenta como “realidad del autismo”, porque debe confrontarse con descripciones enactivo-relacionales y con análisis filosófico-clínicos que muestran sus límites. Solo así el campo puede salir del círculo cientificista donde las categorías diagnósticas definen el objeto que luego pretenden explicar.


Reformulación del objeto “autismo”


Crítica a la definición por desviación estadística y categoría a priori


Definir el autismo mediante categorías diagnósticas fijadas a priori y desviaciones estadísticas produce un objeto que no corresponde a la realidad neurobiológica ni relacional que pretende describir. La categoría se introduce primero como lista de rasgos y combinaciones posibles; a partir de ella se selecciona una población que cumple esos criterios; luego se analizan datos de esa misma población para “validar” la categoría. El resultado es un círculo: la definición inicial decide quién entra en la muestra y la muestra “confirma” la definición. La variabilidad que no encaja en ese esquema se clasifica como comorbilidad, subtipo inespecífico o ruido.


La normatividad estadística introduce un segundo problema. Tomar una distribución de rasgos en población neurotípica como referencia y definir el autismo como distancia respecto de esa distribución transforma diferencias cualitativas en simples desviaciones cuantitativas. Rasgos que en conjunto describen otro modo de vida cognitiva (que probablemente es inexistente)  y relacional se dividen en “ítems” que se alejan de la media. La categoría diagnóstica deja de ser una herramienta descriptiva y pasa a funcionar como criterio ontológico: “lo autista” se reduce a lo que la escala mide. Lo que no aparece en esa escala —por ejemplo, la lógica interna del hiperfoco, la temporalidad propia o la función organizadora del stimming— queda fuera del objeto.


La consecuencia es una definición que no responde a propiedades intrínsecas del neurotipo, sino a decisiones previas sobre qué se considera desviación aceptable. El autismo se convierte en un compilado de fallos respecto de una norma estadística, no en una forma de organización con reglas internas coherentes. Bajo esta definición, cualquier intento de despatologizar queda atrapado, pues la etiqueta sigue anclada a la desviación y la discusión se limita a matizar el tono, no a revisar el modo en que se ha construido el objeto. Lo más grave es que cuando se intenta criticar, despatologizar y solo se conoce el mismo marco que lo produce “la autoridad” se ofende.


Propuesta de definición en clave dinámica, situada y plural


Desde un pluralismo epistemológico,  desde el enactivismo, filosofía clínica, neurofilosofía, neurociencia no lineal, genética, marco clínico (no como autoridad) el autismo puede definirse de manera más rigurosa como un neurotipo: una forma de variabilidad neurobiológica y relacional con coherencia interna, caracterizada por parámetros específicos de saliencia sensorial, organización atencional, gestión del tiempo, criterios de previsibilidad, modos de regulación y formas de vinculación situada. Esta definición no depende de la distancia a una media abstracta, sino de la identificación de patrones estables dentro de la propia población autista y de su relación con entornos concretos.

En términos enactivos, el neurotipo autista es una manera particular de acoplar cuerpo, sistema nervioso y entorno, con márgenes distintos de tolerancia a la incertidumbre, a la sobrecarga sensorial y a la multitarea social. En términos filosófico-clínicos, es una forma específica de presencia en el mundo, modo propio de habitar el espacio, el tiempo, el lenguaje, los intereses y los vínculos. Esta forma incluye recursos de estabilización (stimming, rutinas, hiperfocos, silencios, distancias) que no deben interpretarse como fallas automáticas de función, sino como operaciones que buscan mantener coherencia interna bajo condiciones que, a menudo, son hostiles o incompatibles con ese modo de organización.


Descriptivamente, el autismo no requiere el vocabulario de “trastorno” ni el anclaje en categorías manualizadas. Requiere marcos dinámicos que puedan modelar sistemas no lineales, enfoques situados que incorporen el entorno social, sensorial y político, y un pluralismo epistémico que reconozca la contribución de la experiencia autista, de la neurociencia no reduccionista, de los análisis sociales y de la crítica filosófica. Bajo esta definición, la pregunta central deja de ser “cuánto se desvía esta persona de la norma estadística” para pasar a ser “qué reglas internas organizan su relación con el entorno y bajo qué condiciones esa relación se vuelve inviable”.

 

 

Derivaciones para investigación y práctica


Esta reformulación tiene consecuencias directas para la investigación. En primer lugar, obliga a explicitar qué modelo de autismo se utiliza en cada estudio, si se trabaja con el diagnóstico como simple filtro administrativo o como definición sustantiva del neurotipo. En segundo lugar, exige diseños que no confíen exclusivamente en escalas y promedios, sino que combinen datos cuantitativos con descripciones en primera persona, análisis contextuales y modelos dinámicos. En tercer lugar, requiere que las hipótesis no partan de la premisa de déficit, sino de la pregunta por la lógica interna de ciertas respuestas dadas condiciones específicas de entorno.


Para la práctica clínica, educativa y social, la reformulación introduce tres criterios mínimos. Primero, cualquier intervención debe evaluarse respecto de su impacto en la coherencia interna del neurotipo autista, no solo respecto de su capacidad para acercar la conducta a una norma externa. Segundo, la persona autista debe reconocerse como agente epistémico, es decir, su descripción de lo que ocurre en su cuerpo, en su atención y en sus relaciones tiene peso propio y puede corregir las interpretaciones profesionales. Tercero, la planificación de apoyos y acomodaciones ha de basarse en el análisis del acoplamiento organismo-entorno: qué cambios en ritmos, cargas sensoriales, exigencias sociales y marcos normativos hacen viable la vida autista sin exigir renuncia a sus parámetros internos.


En el plano más amplio de políticas y discursos, esta definición desplaza el foco desde la gestión de un “trastorno” hacia la garantía de condiciones donde un neurotipo minoritario pueda desplegar sus capacidades sin ser obligado a simular otro modo de vida. La justicia epistémica deja de ser un añadido ético y pasa a ser condición de posibilidad para producir conocimiento verdadero sobre el autismo; sin reconocimiento de la agencia cognitiva autista, sin marcos no reduccionistas y sin crítica al cientificismo, el campo seguirá describiendo los efectos de sus propias categorías en lugar de describir el neurotipo que pretende entender.

 

Conclusión


La revisión desarrollada señala que el modelo dominante sobre el autismo no falla por falta de datos, sino por la forma en que define de antemano qué cuenta como dato y qué cuenta como explicación. El cientificismo, la dependencia del positivismo y el dispositivo estadístico-diagnóstico convierten la variabilidad autista en desviación respecto de una norma abstracta, fijan categorías a priori y traducen cualquier diferencia en términos de déficit funcional. Sobre esta base, la experiencia autista queda devaluada como fuente de conocimiento, se consolidan formas sistemáticas de injusticia epistémica y se pierde de vista la coherencia interna del neurotipo.


Frente a este enfoque, mi intención es defender que el autismo debe describirse como una forma específica de organización neurobiológica y relacional, con parámetros propios de saliencia, atención, temporalidad, regulación y vínculo. Esa descripción exige un pluralismo epistémico efectivo, la medicina y la neurociencia aportan información necesaria pero insuficiente; el enactivismo introduce modelos dinámicos de acoplamiento organismo-entorno; la filosofía clínica, la neurofilosofía y la filosofía de la ciencia permiten depurar conceptos, denunciar inferencias ilegítimas y sustituir categorías deficitarias; los análisis sociales y simbólico-culturales, junto con los conceptos producidos por la comunidad autista, completan dimensiones que el registro clínico no alcanza.


Este desplazamiento no es solo teórico debemos poner manos a la obra. Implica diseñar investigaciones que no tomen el diagnóstico como definición del objeto, sino como uno entre varios filtros posibles; combinar mediciones cuantitativas con descripciones en primera persona y análisis contextuales; evaluar las intervenciones según su impacto en la coherencia interna del neurotipo, no solo según su capacidad para aproximar la conducta a estándares neuronormativos. Supone, además, reconocer explícitamente la agencia epistémica autista: las personas autistas no son únicamente portadoras de síntomas, sino coautoras de los conceptos necesarios para entender su propia forma de vida.


En síntesis, describir el autismo con rigor requiere abandonar la identificación entre realidad y desviación estadística, someter a crítica el mecanicismo funcionalista y abrir el campo a un pluralismo epistémico donde enactivismo, filosofía clínica, neurociencia no reduccionista y saberes situados puedan interactuar en condiciones de justicia epistémica. Solo en ese marco el autismo deja de aparecer como un conjunto de fallas respecto de una norma y puede ser tratado, en sentido fuerte, como un neurotipo: una manera legítima y consistente de habitar el mundo.

 

 

 
 
 

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