El error de confundir signos con síntomas: una lectura semiótica del autismo
- Larissa Guerrero

- Nov 12
- 7 min read
Por Larissa Guerrero Ph. D

El otro día me tope con un video en el que encontré un discurso el cual contenía una confusión semántica y epistémica entre los términos síntoma y signo. Y como buena autista monotrópica y experta en semiótica me quedé sobre analizando el tema hasta que tuve que redactar mi propia teoría. Es algo que sin duda seguiré pensando.
Esta confusión no es meramente lingüística, sino que revela la falta de comprensión de la lógica del signo y de la diferencia entre una lectura semiótica y una lectura clínica del comportamiento. Desde la perspectiva neuroafirmativa, el autismo no se concibe como enfermedad, por lo tanto, no posee síntomas, ya que no existe un objeto patológico al cual esos signos puedan remitir. Eso es un axioma del cual podemos partir sin necesidad de entrar en discusión. Sin embargo, de esa constatación se ha derivado erróneamente la idea de que el autismo carece también de signos, lo que constituye una falacia conceptual que se sigue de ignorar tanto la lógica del lenguaje como la dinámica general de la semiosis.
La hipótesis que orienta este análisis sostiene que las denominadas “características autistas” son signos, pero no síntomas, pues se sabe que todo síntoma es signo pero no todo signo es síntoma, y que reducirlas o negarlas como signo implica un error de categoría: confundir el tipo de signo que expresan con el régimen interpretativo del síntoma. El error nace de no distinguir entre signo como aquello que está por otro (en sentido peirciano) y síntoma como subclase de signo índice interpretado dentro de un marco patológico. Negar que el autismo tenga signos equivale a negar su expresividad intrínseca y su posibilidad de ser interpretado, es decir, el modo en que encarna coherencia cognitiva, sensorial, emocional, comunicativa y relacional. En términos peircianos, implica desconocer que toda manifestación autista participa de la primeridad (cualidad sensible de la experiencia), la segundidad (presencia efectiva del hecho) y la terceridad (ley o posibilidad de interpretación que la hace signo).
Este texto examina esa falacia de raíz epistemológica y semiótica, mostrando que las manifestaciones del autismo —leídas sin el filtro clínico— son signos de organización, no de desorden. Entenderlo exige recuperar la semiótica en su sentido filosófico, no médico: toda realidad que significa se expresa mediante signos; el autismo, como forma de subjetividad encarnada, no es excepción.
Qué tipo de signo es el síntoma
El síntoma pertenece a la clase general de los signos. Es un signo índice, porque su relación con aquello que representa no depende de semejanza ni de convención, sino de contigüidad causal: aparece junto a su causa. En términos rigurosos, el síntoma es un sinsigno índice, una ocurrencia singular que remite a un estado corporal determinado mediante una conexión causal. Por ejemplo, la fiebre remite a la existencia de un proceso infeccioso; la tos persistente remite a una irritación bronquial. En ambos casos, el signo no tiene valor propio: su interpretación depende de un código médico que fija la correspondencia entre la manifestación visible y el estado interno que se asume como patológico. Sin ese código, la fiebre o la tos son solo hechos observables, no síntomas.
De esta caracterización se desprende un criterio necesario: para que algo sea considerado síntoma debe existir un referente patológico. Un síntoma no describe modos de ser, describe indicios de daño: ya sea dolor, inflamación, deterioro funcional de un órgano o cualquier alteración del equilibrio fisiológico. Su existencia depende de un marco interpretativo que clasifica la variación como anómala y la orienta hacia una finalidad de corrección.
El estatuto del síntoma, por tanto, es epistémico y normativo. Algo cuenta como síntoma únicamente cuando una regla clínica lo interpreta como evidencia de enfermedad y lo dirige hacia una intervención o tratamiento. Fuera de ese régimen de interpretación, la manifestación persiste como signo, pero deja de ser síntoma porque carece de objeto patológico y de finalidad terapéutica.
Las características autistas como signos
Ya se dijo que el síntoma depende de la existencia de un referente patológico y que el autismo no es una enfermedad, por ende, carece de síntomas. No obstante, esto no significa ausencia de expresión, sino un cambio en el tipo de signos que lo representan y a partir de los cuáles podemos interpretarlo. Las llamadas características autistas son signos en sentido pleno, manifestaciones que “están por” el modo en que el sistema autista organiza su experiencia cognitiva, emocional, comunicativa, relacional y sensorial. No remiten a un daño, sino a una forma de coherencia propia y autopoiética.
Decir que una característica es un signo implica reconocer que cada manifestación observable tiene función representativa. Las variaciones atencionales, las estrategias de regulación sensorial o las pautas comunicativas particulares no son efectos de un trastorno, sino signos del modo en que como autistas nos acoplamos a nuestro entorno perceptivo y pragmático. En este sentido, el signo autista no designa patología, sino relación, muestra cómo se constituye la interacción entre cuerpo, mente y ambiente dentro de una lógica distinta a la neuronormativa.
Las manifestaciones autistas pueden clasificarse según el tipo de relación semiótica que establecen con aquello que expresan. En primer lugar, existen índices disposicionales, es decir, signos que indican el estado o la disposición del sistema sin implicar daño ni malestar. La monotropía atencional intensa es un índice de acoplamiento profundo con un dominio de trabajo, no una limitación; la evitación de la mirada directa durante tareas auditivas señala una estrategia de gestión perceptiva para preservar la decodificación; los ajustes sensoriales, como el uso de cascos o el control térmico, mantas de peso, son índices de umbrales y de economía sensorial. En todos estos casos, el signo muestra el estado del sistema y su modo de autorregulación, no una alteración.
Otra categoría corresponde a los legisignos de organización, signos que expresan reglas o hábitos del desempeño. Las rutinas, la anticipación y la preferencia por trayectorias estables codifican reglas de predictibilidad; la estructuración del día por bloques monotemáticos representa una forma de administrar la carga y mantener continuidad semántica; los protocolos personales de comunicación directa y literalidad son legisignos pragmáticos que garantizan condiciones de claridad y seguridad en la interacción.
También se observan iconos, donde la forma de la acción mantiene semejanza con la finalidad que cumple. El stimming es icono de la periodicidad interna que se busca conservar; la disposición material del entorno por alineación, patrón, sistematización o serie actúa como icono del mapa cognitivo desde el cual se organiza el espacio de acción.
En el nivel simbólico, ciertas manifestaciones autistas adquieren valor de convención dentro de comunidades autistas y en colectivos afines como tribus urbanas, movimientos neuroqueer o disidencias cognitivas. En estos espacios, el lenguaje se transforma en sistema de pertenencia y reconocimiento mutuo. Los léxicos preferidos, los marcadores metacomunicativos y las anclas semánticas repetibles actúan como símbolos porque estabilizan significado y aseguran coherencia comunicativa. Expresiones compartidas como cuántas cucharas, sobrecarga o modo avión funcionan como símbolos que condensan experiencias de saturación, necesidad de pausa o autocuidado, sin requerir explicación literal entre los interlocutores.
Del mismo modo, la ecolalia mitigada y el uso de guiones operan como símbolos cuando la repetición se convierte en convención grupal. Una frase tomada de una película, de un entorno digital o de una conversación anterior puede usarse para comunicar un estado interno o una intención. Cuando esa cita es comprendida por el grupo y reiterada con el mismo valor pragmático, deja de ser un signo individual y se convierte en símbolo-legisigno: un código compartido que mantiene la trazabilidad del significado incluso en contextos de ambigüedad.
Estas prácticas expresivas, lejos de reproducir déficit comunicativo, generan sistemas simbólicos propios. En ellos, la repetición, la cita y la referencia interna cumplen funciones equivalentes a los lemas o consignas en otras disidencias culturales, mantienen continuidad de sentido, refuerzan identidad y articulan memoria colectiva sin necesidad de traducción normativa. Todos son signos.
Por ejemplo, cuando una persona autista interrumpe súbitamente una conversación y se aleja de un entorno ruidoso, ese acto constituye un sinsigno: un hecho único y situado que señala un umbral de sobrecarga sensorial alcanzado en ese momento. El acontecimiento comunica un estado preciso del sistema y su necesidad inmediata de reducción de estímulo.
En cambio, cuando esa misma persona ha establecido de antemano una regla personal —por ejemplo, retirarse siempre que perciba determinado nivel de ruido, luz o proximidad—, esa pauta se convierte en un legisigno. Ya no se trata de una reacción puntual, sino de una norma interna que organiza la conducta futura y que puede comunicarse a otros como parte de un protocolo de autocuidado.
La diferencia es semiótica, no moral: el sinsigno expresa la manifestación concreta de un límite, mientras que el legisigno representa la formulación estable de la regla que lo regula. Ambos son signos de autorregulación y coherencia adaptativa, no indicadores de disfunción.
La confusión consiste en pensar que, al no tener síntomas, el autismo carece también de signos. Ese razonamiento surge de una conversión indebida del universal, parte de la proposición verdadera “todo síntoma es signo” pero la invierte para concluir “todo signo es síntoma”. Esta inversión constituye una falacia de afirmación del consecuente, porque transforma una relación de inclusión en una relación de equivalencia. El resultado es una contradicción lógica que impide reconocer la expresividad del autismo.
Esta falacia arrastra un error de categoría, traslada la noción de signo al marco patológico, restringiendo su significado a la semiosis médica. Bajo esa confusión, solo las manifestaciones que indiquen daño se consideran signos, mientras que las que expresan coherencia o adaptación quedan reducidas a “características”, como si carecieran de valor semiótico. Esa reducción imposibilita la interpretación, porque elimina la relación entre manifestación y sentido, dejando fuera de la lectura los modos propios en que el autismo significa.
El problema es que esta reducción elimina la posibilidad de leer las manifestaciones autistas como signos de sentido, es decir, como formas que significan por sí mismas y que hacen posible comprender la construcción de nicho: la manera en que el sujeto autista organiza su entorno material, social y semántico para mantener coherencia y continuidad de experiencia. Al colapsar la diferencia entre signo y síntoma, se vacía de contenido la categoría de signo y se borra la dimensión interpretativa del autismo. Pensar que solo existen características sin signos equivale a negar que el autismo produzca significación, cuando precisamente sus características son los signos que la hacen visible y permiten entender cómo habitamos el mundo desde nuestra propia presencia.



Comments