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Neuroanarquía: identidad, resistencia y existencia sin jerarquías

Por Larissa Guerrero Ph. D


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Recientemente leí un comentario que señalaba que mezclar el concepto de anarquismo con la neurodiversidad es burdo, que parece de circo y solo tiene fines mercadológicos. Este tipo de afirmaciones me llevan a un par de conclusiones, que o bien, no se ha entendido nada del paradigma de la neurodiversidad, la neurodisidencia ni la autodefensa, o bien que el capacitismo está tan internalizado que no es posible ver más allá de las mismas estructuras opresoras a las que nos enfrentamos, y todo se juzga desde el mismo esquema que se pretende rechazar.


La neuroanarquía es un concepto emergente, que se refiere a una postura ideológica y filosófica que desafía las estructuras normativas impuestas tanto por la sociedad neurotípica como por las comunidades neurodivergentes. A diferencia de otros movimientos de la neurodiversidad que buscan reconocimiento e integración, la neuroanarquía adopta una posición mucho más crítica y de resistencia, cuestionando cualquier forma de jerarquización, estructuras de poder, regulación o estandarización de la experiencia neurodivergente. La neuroanarquía representa una ruptura con las formas tradicionales de organización y pertenencia. Se opone a las expectativas sociales que intentan moldear las vidas de las personas neurodivergentes según patrones neuronormativos, así como a las dinámicas internas de las propias comunidades neurodivergentes, o personas que asumen actitudes o estatus de autoridad, donde suelen emerger liderazgos, reglas y normativas que limitan la pluralidad de expresiones, experiencias y diversidad de formas de existir e interactuar con los propios neurotipos.


El término “neuroanarquía” comenzó a tomar forma en los últimos años, consolidándose a través de las reflexiones de autores como Katie Munday y David Gray-Hammond desde el 2022. Ambos han contribuido a definir y expandir el concepto, articulando la necesidad de cuestionar las normas externas y los sistemas internos de validación que, bajo la apariencia de inclusión, replican las estructuras de exclusión. La neuroanarquía, por tanto, no se limita a señalar la opresión ni las dinámicas de poder desde fuera, sino que dirige su crítica hacia las fisuras internas de todas las neuroculturas, desafiando las categorías que definen qué es aceptable, legítimo o representativo dentro de estas comunidades. Esta postura se establece como una forma de neurodisidencia radical, una afirmación de la autonomía y la pluralidad que rechaza cualquier intento de homogeneización y estandarización. Al cuestionar las categorías de identidad fija y las narrativas únicas sobre la neurodiversidad, la neuroanarquía defiende un espacio donde las experiencias singulares no deben ser validadas por ninguna autoridad, ya sea externa o interna. Así, la neuroanarquía no es simplemente una respuesta reactiva, sino una postura activa de autodefinición y reivindicación que invita a construir espacios al margen de cualquier estructura reguladora, permitiendo que la diferencia, en toda su complejidad, se exprese sin ser reducida a nuevas formas de normatividad. Estas nuevas formas de normatividad surgen como resultado de la consolidación de ciertos discursos o experiencias subjetivas dentro de las comunidades neurodivergentes, que, al ganar divulgación, prominencia o aceptación, terminan funcionando como estándares implícitos que excluyen otras vivencias o que juzgan otras formas de visibilización.


La neuroanarquía encuentra sus raíces filosóficas en la intersección de corrientes anarquistas y postestructuralistas que, desde distintas perspectivas, cuestionan la existencia de estructuras jerárquicas, normativas y homogeneizadoras en la organización social y cultural. A diferencia de otros enfoques centrados en la integración o adaptación dentro de las estructuras existentes, la neuroanarquía adopta una postura de disidencia activa, buscando desmantelar las lógicas de poder que regulan el comportamiento y las formas de pensar, sentir y relacionarse.


El anarquismo, como tradición política y filosófica, proporciona un marco esencial para comprender la neuroanarquía. Desde sus primeras formulaciones, el anarquismo ha rechazado la autoridad centralizada y ha abogado por la autogestión, la horizontalidad y la disolución de cualquier forma de dominación. Proudhon (1840), Bakunin (1871) y Kropotkin (1892) defendieron la idea de que las estructuras de poder no son inherentes a la naturaleza humana, sino que se imponen a través de la opresión, coerción, la cultura y las instituciones. Sébastien Faure (1928), en su obra La Encyclopédie Anarchiste, también abordó la necesidad de desmantelar las formas de autoridad que perpetúan el control y la desigualdad, una idea que resuena en la crítica de la neuronormatividad. La neuroanarquía adopta esta misma crítica, pero aplicada al ámbito de la neurodiversidad, denunciando la existencia de la neuronormatividad que dicta qué formas de ser, pensar, sentir, responder, comunicar o actuar son válidas y cuáles deben corregirse o invisibilizarse.

Sin embargo, la neuroanarquía no se limita a reproducir las ideas del anarquismo clásico. Su desarrollo se nutre también del pensamiento postestructuralista, especialmente de las aportaciones de Michel Foucault (1975), Gilles Deleuze (1968), Félix Guattari (1972). Foucault en su análisis del poder y las instituciones disciplinarias, sostiene que el poder no solo se ejerce desde arriba, sino que circula a través de las relaciones cotidianas, configurando subjetividades y normativas internas. Esta visión del poder es clave para entender por qué la neuroanarquía no solo critica la normatividad impuesta desde la sociedad neurotípica, sino también las jerarquías y dinámicas de exclusión que emergen dentro de las propias comunidades neurodivergentes.


Deleuze y Guattari, por su parte, ofrecen una crítica severa a las estructuras rígidas de organización social y mental. A través del concepto de rizoma, proponen una forma de organización descentralizada y no jerárquica, donde las conexiones se establecen de manera horizontal, sin un punto de origen o destino único. El rizoma, introducido en su obra Mil mesetas: capitalismo y esquizofrenia (Gilles Deleuze y Félix Guattari, 1980), se inspira en las estructuras rizomáticas de la botánica, donde las raíces crecen de manera horizontal, formando conexiones múltiples e interdependientes, sin depender de un núcleo central. En términos filosóficos, este concepto se posiciona como una alternativa al modelo arborescente, que representa las estructuras jerárquicas y lineales típicas de las instituciones y del pensamiento occidental.


La noción de rizoma es aplicable al fenómeno social porque permite imaginar comunidades organizadas sin jerarquías fijas, donde cada nodo (persona, idea o experiencia) interactúa con los demás de manera autónoma y horizontal. En el ámbito mental, el rizoma ofrece una forma de pensar que valida la multiplicidad y la no linealidad, elementos fundamentales de muchas experiencias neurodivergentes. Al romper con la expectativa de coherencia y estructura impuesta por la neuronormatividad, el rizoma abre posibilidades para reconocer y valorar formas divergentes y asociativas de ser, pensar, percibir y relacionarse. Aunque la neuroanarquía no depende exclusivamente de esta noción, comparte con ella la idea de que las comunidades no necesitan estructuras piramidales, liderazgos ni figuras de autoridad centralizados para existir. La experiencia neurodivergente, bajo este enfoque, se organiza de manera múltiple y plural, permitiendo que cada persona ocupe un espacio autónomo sin necesidad de validación externa.


El postestructuralismo, al deconstruir las categorías fijas de identidad, contribuye a la neuroanarquía al rechazar la idea de que las personas neurodivergentes debemos ajustarnos a una narrativa única o a modelos predefinidos de existencia. En este sentido, la neuroanarquía desmantela los intentos de encasillar a la neurodivergencia dentro de marcos reduccionistas, promoviendo en su lugar una multiplicidad de formas de ser y actuar. Esta multiplicidad, lejos de fragmentar las comunidades neurodivergentes, se convierte en su mayor fortaleza, ya que permite la coexistencia de diversas experiencias sin que ninguna se imponga como normativa. Desde esta óptica, la neuroanarquía también se puede interpretar como una forma de resistencia frente a lo que Foucault denomina biopolítica: el conjunto de estrategias a través de las cuales el poder regula los cuerpos y las mentes, imponiendo estándares de normalidad y productividad. La neurodivergencia, al no ajustarse a los ritmos y expectativas del sistema capitalista, es patologizada y marginada.


La neuroanarquía, al rechazar estas imposiciones, no solo reivindica la diferencia, sino que la convierte en un acto de desobediencia y autoafirmación.

Otro de los fundamentos filosóficos que sustenta la neuroanarquía es la noción de micropolítica, entendida como las dinámicas de poder que operan en el plano de las relaciones interpersonales y comunitarias. Aunque las comunidades neurodivergentes nacen como espacios de apoyo y resistencia frente a la opresión externa, no están exentas de reproducir jerarquías internas. Figuras de autoridad emergen dentro de estos espacios, definiendo qué formas de neurodivergencia son legítimas y cuáles no. La neuroanarquía, en este sentido, denuncia estas dinámicas y propone la creación de comunidades autogestionadas, donde ninguna experiencia neurodivergente se considere más auténtica que otra. Cabe destacar que la neuroanarquía no busca destruir las comunidades neurodivergentes, sino transformarlas en espacios de verdadera horizontalidad. Al cuestionar las normas y jerarquías, no se pretende deslegitimar la existencia de identidades compartidas, sino ampliar los márgenes de lo posible, permitiendo que cada persona neurodivergente pueda definirse a sí mismo sin estar sujeto a categorías impuestas desde fuera o dentro de la comunidad.


La neuroanarquía, en última instancia, es una filosofía de la diferencia, la autonomía y la disidencia. Se opone a cualquier intento de homogenización, reivindicando la diversidad como un valor en sí mismo. En un mundo donde la normatividad regula incluso las formas de resistencia, la neuroanarquía representa una grieta en el orden establecido, un espacio desde el cual repensar no solo la neurodivergencia, sino también las formas en que se construye el poder y la pertenencia en nuestras sociedades.


La neuroanarquía no es simplemente una postura teórica ni un ejercicio intelectual que queda limitado al plano discursivo. Se manifiesta como una práctica activa de resistencia y disidencia que desafía las estructuras normativas y jerárquicas en las que se inscribe la experiencia neurodivergente. A diferencia de otros enfoques que buscan reconocimiento, adaptación, concienciación o aceptación dentro del orden social existente, la neuroanarquía opera desde el rechazo a la integración como fin último, situándose fuera de los márgenes de la normatividad y proponiendo una reconfiguración radical de las relaciones de poder y pertenencia.


Resistencia: el rechazo a la normalización


En su dimensión de resistencia, la neuroanarquía se enfrenta a la neuronormatividad, es decir, al conjunto de expectativas, reglas y valores que definen qué formas de cognición, percepción, respuesta y comportamiento son aceptadas y cuáles son marginadas o patologizadas. La neuronormatividad impone estándares rígidos de “funcionamiento” mental y también establece jerarquías en torno a las capacidades, habilidades y formas de interacción, comportamiento y comunicación, situándonos a las personas neurodivergentes en posiciones de desventaja estructural.


La resistencia neuroanarquista no se limita a la defensa del derecho a existir dentro de estos parámetros, sino que cuestiona la legitimidad de los propios parámetros. No busca justificar la neurodivergencia bajo argumentos de productividad o utilidad social, sino que afirma el valor intrínseco de la diferencia, desarticulando la idea de que las personas neurodivergentes debemos demostrar constantemente nuestra valía en términos neuronormativos. Esta forma de resistencia, por tanto, no persigue ajustes o concesiones dentro del sistema existente, sino que aboga por una transformación radical de las categorías de normalidad y patología.


La resistencia neuroanarquista es, además, una práctica cotidiana. Se expresa en el rechazo a las terapias, programas y enfoques diseñados para corregir o mitigar las características neurodivergentes, así como en la negativa a adoptar conductas camaleónicas o de enmascaramiento con el fin de encajar en entornos neurotípicos. Este rechazo se extiende también a las formas tradicionales de educación, que imponen métodos estandarizados y penalizan las diferencias, promoviendo en cambio espacios donde las normas neuronormativas pierdan relevancia. En el ámbito laboral, la resistencia consiste en desafiar dinámicas que priorizan la productividad y la conformidad sobre el bienestar, rechazando entornos que no contemplan la diversidad como parte intrínseca del trabajo. En la convivencia familiar, implica desmantelar expectativas impuestas por la neuronorma, promoviendo relaciones que se basen en el respeto hacia las necesidades y formas de ser propias de cada miembro, sin pretender ajustar a la neurodivergencia a marcos preconcebidos. A nivel social, la resistencia se materializa en la creación de vínculos y redes donde no se busca la validación externa, sino la autonomía para relacionarse desde la autenticidad. En las redes digitales, adopta la forma de rechazo a las dinámicas jerárquicas y de validación típicas de estos entornos, promoviendo espacios donde las personas neurodivergentes puedan expresarse sin la presión de ajustarse a estándares externos. La resistencia se plasma en la reivindicación de espacios propios, donde las reglas neuronormativas no solo se desobedecen, sino que se rechazan como irrelevantes para la construcción de la identidad, las relaciones y la comunidad. Estos espacios no buscan integración ni valoración externa, sino que permiten desarrollar prácticas que priorizan la autonomía, la diferencia y el rechazo activo de las estructuras normativas.


La disidencia neuroanarquista es una afirmación de la diferencia como fundamento de la existencia. Mientras que la resistencia puede interpretarse como una respuesta a la opresión, la disidencia implica una postura activa de autoafirmación y creación de nuevas formas de ser y estar en el mundo. La disidencia neuroanarquista no pide permiso ni busca validación externa; se despliega como una práctica de autodefinición que rompe con las expectativas y roles preasignados a las personas neurodivergentes. En términos prácticos, la disidencia neuroanarquista se manifiesta en la creación de lenguajes, formas de comunicación y expresiones culturales que no se someten a las reglas neurotípicas. La autorregulación, los patrones de pensamiento divergente y las formas de relación propias de las personas neurodivergentes no se consideran elementos que deben ser explicados o traducidos, sino que se afirman en su propia naturaleza. Esta disidencia se inscribe en la convicción de que las experiencias neurodivergentes son válidas en sí mismas, sin necesidad de mediaciones que las hagan comprensibles o aceptables para el resto de la sociedad.


Además, la disidencia neuroanarquista se opone a la patologización interna dentro de las propias comunidades neurodivergentes. La neuroanarquía critica las dinámicas que reproducen nuevas jerarquías, donde ciertas manifestaciones neurodivergentes se presentan como más legítimas o representativas que otras. La disidencia, en este sentido, no solo se dirige hacia afuera, sino también hacia adentro, desafiando los liderazgos y normas que emergen dentro de las neuroculturas. Aunque la neuroanarquía defiende la autonomía y la autodefinición, no se reduce a un ejercicio individualista. La resistencia y disidencia neuroanarquista se despliega en espacios colectivos donde las jerarquías son desmanteladas y las decisiones se toman desde una lógica de horizontalidad. Estos espacios, ya sea en comunidades físicas o en redes digitales, funcionan como territorios donde las personas neurodivergentes pueden existir sin las exigencias de adaptación constante.


El sentido de colectividad que impulsa la neuroanarquía no implica homogeneidad, sino que se basa en la coexistencia de diferencias irreconciliables. Las comunidades neuroanarquistas no persiguen la creación de identidades fijas o narrativas comunes, sino que funcionan como espacios de tránsito, donde cada uno puede ocupar un lugar sin que su identidad deba someterse a reglas predefinidas. En este sentido, la práctica colectiva de la neuroanarquía se asemeja a una red abierta y descentralizada, donde las conexiones se establecen de forma fluida y sin intermediarios que regulen las interacciones.


Una característica fundamental de la neuroanarquía es su rechazo absoluto a la asimilación. Mientras que otros movimientos de neurodiversidad buscan modificar las condiciones sociales para facilitar la integración de las personas neurodivergentes, la neuroanarquía denuncia los peligros de la asimilación como una forma de borrado identitario. Desde esta perspectiva, la asimilación implica la pérdida de la diferencia en favor de la conformidad con las reglas neurotípicas, perpetuando así la opresión a través de mecanismos de inclusión condicionada.


La disidencia neuroanarquista sostiene que la verdadera liberación no pasa por ser aceptado dentro de las estructuras neuronormativas, sino por la creación de espacios donde la diferencia no sea una anomalía a tolerar, sino el centro desde el cual se construyen nuevas formas de comunidad. La práctica de la neuroanarquía, entendida como resistencia y disidencia, se convierte en un acto moral, político y existencial que redefine los términos en los que se configura la identidad neurodivergente. Es una afirmación radical de la existencia, donde la diferencia no solo se reivindica, sino que se celebra como un acto de desafío y creación. La neuroanarquía, en este sentido, no es una lucha por encajar, sino una invitación a construir otros mundos posibles desde los márgenes, donde la diversidad no es regulada, sino vivida en su plenitud.


Neuroanarquía como expresión de autodefensa radical


La neuroanarquía se inscribe dentro del movimiento de autodefensa como una de sus expresiones más radicales. A diferencia de otras formas de autodefensa que buscan negociar ciertos espacios dentro de la sociedad neuronormativa, la neuroanarquía rechaza directamente las condiciones impuestas por la norma, cuestionando la legitimidad misma de los marcos sociales y culturales que definen lo aceptable y lo patológico. El movimiento de autodefensa ha crecido en respuesta a las estructuras que buscan corregir, adaptar o moldear las diferencias neurobiológicas. Las personas neurodivergentes, a lo largo de la historia, hemos desarrollado estrategias para protegernos de sistemas educativos rígidos, entornos laborales inflexibles y programas terapéuticos que patologizan nuestras formas de existir. En este sentido, la autodefensa es una respuesta a la violencia estructural y microviolencias que invisibilizan o reprimen la diversidad neurológica.


La neuroanarquía, como corriente dentro de este movimiento, lleva la autodefensa a un nivel más trascendental al no limitarse a resistir las imposiciones externas, sino al desmantelar las jerarquías y normas que emergen incluso dentro de las propias comunidades neurodivergentes. Mientras que otros enfoques de autodefensa pueden centrarse en la creación de ajustes razonables o en el reconocimiento institucional, la neuroanarquía apunta a la eliminación de cualquier estructura que busque regular, validar o categorizar la experiencia neurodivergente, incluyendo aquellas que surgen en espacios de activismo o comunidad. Dentro del movimiento de autodefensa, la neuroanarquía se caracteriza por su rechazo a la negociación con las instituciones. En lugar de pedir inclusión bajo términos neuronormativos, adopta una postura de autoafirmación sin mediaciones y exigencia de la accesibilidad en nuestros términos. La neuroanarquía sostiene que las personas neurodivergentes no necesitamos ser comprendidas o aceptadas para existir plenamente, porque no se trata de otorgar un derecho, sino que es un derecho que se posee inherentemente . Esta afirmación radical es una forma de autodefensa que no solo protege la integridad individual, sino que también preserva el derecho a ser diferente sin ceder ante la presión social por encajar o adaptarse.


La neuroanarquía, por tanto, no solo protege frente a la opresión externa, sino que impide que la diferencia sea encasillada o regulada por dinámicas internas de validación. Esta forma de autodefensa se centra en la preservación de la autonomía individual y en la creación de espacios donde la neuronormatividad y las jerarquías internas pierden su influencia. A través de la neuroanarquía, el movimiento de autodefensa se expande hacia una práctica más amplia que no se conforma con resistir, sino que transforma las condiciones mismas en las que se construyen las identidades neurodivergentes.


La posibilidad de la neuroanarquía


La neuroanarquía se hace posible a partir de las grietas que emergen en las estructuras de poder que regulan la experiencia neurodivergente, tanto desde fuera como desde dentro de las comunidades. A diferencia de otras formas que buscan proteger o adaptar la diferencia dentro de los marcos existentes, la neuroanarquía surge como una respuesta inevitable a las limitaciones de esos enfoques, ofreciendo una vía que no depende de la negociación con la norma, sino de su disolución.


Su viabilidad radica en la existencia de tres elementos fundamentales: el reconocimiento de la insuficiencia de los modelos actuales de inclusión, la acumulación de experiencias disidentes dentro de las propias comunidades neurodivergentes y la creación de espacios autónomos que escapan a la lógica de la validación externa. Estos tres ejes permiten que la neuroanarquía emerja y la consolidan como una forma activa de resistencia frente a las dinámicas de control.


No obstante, la neuroanarquía no debe entenderse como una copia de movimientos externos ni como una serie de actos de confrontación espectacular que buscan atención mediática. No se trata de hacer marchas diarias vandalizando, lanzar bombas molotov o adoptar estrategias que provienen de contextos políticos y sociales completamente distintos, como los movimientos antirracistas en los Estados Unidos, por ejemplo, el Police abolition movement asociado al movimiento Black Lives Matter. Estos movimientos surgen de luchas históricas específicas, enraizadas en escenarios de opresión racial, económica y cultural, que no son transferibles de manera directa al contexto neurodivergente per se. En algunos casos la interseccionalidad los justifica, sin embargo, no son el status quo de la neuroanarquía.


La neuroanarquía, lejos de imitar ideologías o prácticas tropicalizadas, emerge desde los principios, actitudes y vivencias propias de las personas neurodivergentes. Se construye desde el rechazo activo a las imposiciones neuronormativas en el día a día y la aceptación de las consecuencias de ese rechazo, ya sea la exclusión, el aislamiento social o la pérdida de oportunidades dentro de estructuras tradicionales. Este rechazo no busca protagonismo ni validación, sino que se inscribe en la autodefinición y la afirmación radical de la diferencia, priorizando la autenticidad sobre la conformidad. No se trata de adoptar tácticas que sean ajenas a la realidad neurodivergente, sino de transformar las prácticas cotidianas en actos de resistencia. Desde la forma en que se piensa, se trabaja, se educa y se interactúa, la neuroanarquía se construye en pequeños actos que desafían las normas sin necesidad de recurrir a modelos externos que no reflejan las necesidades ni las realidades del movimiento. En este sentido, la neuroanarquía no es un movimiento que busque encajar dentro de narrativas externas, sino que nace desde las experiencias únicas de las personas neurodivergentes, construyendo su propia trayectoria de resistencia.

 

El primer elemento que hace posible la neuroanarquía es desafiar los enfoques tradicionales de autodefensa —basados en ajustes razonables, programas de integración o apoyos puntuales—, aunque necesarios en ciertos contextos actuales, son insuficientes porque no abordan las necesidades reales de las personas neurodivergentes. Estos enfoques suelen limitarse a “acomodar” a las personas dentro de estructuras existentes, sin transformar las dinámicas subyacentes que sostienen la exclusión. La neuroanarquía surge de la exigencia de programas educativos, laborales, terapéuticos y sociales que no se limiten a otorgar concesiones, sino que estén diseñados específicamente para responder a las necesidades y particularidades de las personas neurodivergentes. No se trata solo de facilitar apoyos o “darnos chance”, sino de crear espacios propios que no estén regidos por las normas neuronormativas y que permitan construir una verdadera accesibilidad desde la diferencia. Este enfoque reconoce que la inclusión real no puede depender únicamente de ajustes dentro de sistemas rígidos, sino que exige una reconfiguración de esos sistemas desde sus bases.


El segundo factor que posibilita la neuroanarquía es la confrontación activa y el análisis profundo de las dinámicas internas que operan en las comunidades neurodivergentes. A medida que estas comunidades se consolidan y ganan visibilidad, surgen tensiones y dinámicas que, de manera inadvertida, replican mecanismos de exclusión, control y regulación propios de las estructuras de opresión externas. Estas dinámicas no son simplemente incidentales, sino que se alimentan de problemas como el capacitismo internalizado, la centralización de poder y la imposición de narrativas dominantes que limitan la diversidad de experiencias.


El capacitismo internalizado, como aceptación inconsciente de las normas y jerarquías neuronormativas, lleva a algunos miembros de las comunidades a medir las experiencias neurodivergentes desde la óptica de lo que ellos consideran válido o auténtico. Esto a menudo da lugar a discursos de “autenticidad” neurodivergente, donde se excluyen o descalifican las vivencias que no encajan en el modelo subjetivo de quienes ocupan posiciones de liderazgo o mayor visibilidad. Esta dinámica no solo refuerza la exclusión interna, sino que también limita la posibilidad de que la comunidad se transforme en un espacio verdaderamente plural y horizontal. Otro aspecto problemático es la incapacidad para trascender las estructuras de opresión que moldean nuestras concepciones sobre liderazgo y autoridad. La tendencia a centralizar el poder en ciertas figuras dentro de las comunidades neurodivergentes genera jerarquías que restringen la participación activa de otras voces y perpetúan desigualdades. Estas figuras de autoridad, aunque suelen surgir con intenciones de representación y protección, terminan consolidando relaciones de poder que replican los mismos esquemas de control que las comunidades buscan desmantelar.


La neuroanarquía no se limita a una “crítica” pasiva de estas dinámicas, sino que plantea una revisión profunda de las estructuras internas, señalando que la reproducción de estas jerarquías no solo es contraproducente, sino que contradice los principios de diversidad y autonomía que deberían guiar a las comunidades neurodivergentes. Este proceso implica cuestionar cómo se imponen narrativas dominantes, cómo se manejan las diferencias en experiencias subjetivas y cómo se articulan los liderazgos. Más allá de una simple oposición, la neuroanarquía exige que las comunidades desarrollen prácticas que desmantelen estas dinámicas internas, promoviendo modelos horizontales donde no exista una figura central que dicte qué experiencias son válidas o representativas. Esto no significa eliminar toda forma de organización, sino redistribuir el poder de manera que se respete la autonomía de cada miembro y se abra espacio para la multiplicidad de vivencias que conforman la neurodivergencia. En este sentido, la confrontación con estas estructuras internas no solo fortalece la comunidad, sino que también permite a las personas neurodivergentes liberarse de los modelos jerárquicos que han interiorizado, posibilitando un espacio auténtico donde la diferencia sea el eje central, no un elemento sujeto a regulación o validación externa e interna. La neuroanarquía, por lo tanto, se presenta como una vía para trascender las limitaciones impuestas por las propias comunidades y transformar la organización interna en una expresión genuina de resistencia y autonomía.


La creación de espacios autónomos es el tercer pilar de la neuroanarquía, ahí es donde esta forma de resistencia deja de ser una idea y se convierte en una práctica concreta. La posibilidad de la neuroanarquía se materializa en redes de apoyo mutuo, grupos de autogestión y comunidades descentralizadas que operan al margen de las estructuras neuronormativas. Estos espacios, lejos de buscar reconocimiento institucional o validación médica, funcionan bajo principios de horizontalidad y aceptación incondicional de la diferencia. La neuroanarquía se hace posible porque estos espacios permiten que las personas neurodivergentes existamos sin someternos a la pedagogía constante de explicarnos o justificarnos, aleándonos de toda forma de camuflaje, acomodación o fatiga identitaria.


La desobediencia lingüística es uno de los vehículos principales de esta transformación. La neuroanarquía rechaza los términos impuestos por la psiquiatría, la psicología y otras disciplinas que han definido a la neurodivergencia en términos patologizantes. La adopción de nuevos lenguajes neuroafirmativos, neurodisidentes, neuroqueer, etc., la resignificación de palabras, adjetivos, sustantivos y la creación de términos propios constituyen actos de neuroanarquía que permiten escapar de las definiciones que reducen la identidad neurodivergente a una lista de déficits o que se interpretan como formas de patologización.

En este acto de desobediencia lingüística, el lenguaje se convierte en un territorio de reivindicación donde la neuroanarquía afirma que la identidad no puede ser regulada por categorías externas, ni formatividades o performatividades procedentes de las estructuras de poder o narrativas deshumanizantes.


Otro elemento esencial es la resistencia a las narrativas de éxito y superación. Mientras que los discursos predominantes en el ámbito de la neurodiversidad (en tanto los neurotipos, no como paradigma) suelen exaltar historias de adaptación exitosa o productividad bajo términos neurotípicos, la neuroanarquía rechaza estas métricas. No es necesario demostrar valor a través de la contribución social o económica para justificar la existencia neurodivergente. La neuroanarquía defiende el derecho a habitar el mundo sin que la productividad, la eficiencia, eficacia o la adaptación sean condiciones sine qua non para la aceptación o las oportunidades.


Además, la creación de comunidades basadas en la autogestión y la horizontalidad reafirma la viabilidad de la neuroanarquía. Estos espacios, libres de liderazgos autoritarios o estructuras jerárquicas, permiten que cada persona neurodivergente se autodefina y participe sin someterse a los filtros de validación que imponen las organizaciones más tradicionales. La neuroanarquía florece donde las decisiones se toman de forma colectiva y donde la diversidad de experiencias es reconocida sin necesidad de mediadores que interpreten o traduzcan la diferencia.


En este sentido, la neuroanarquía se resiste a la creación de nuevas formas de exclusión basadas en la “pureza” o “autenticidad” de la experiencia neurodivergente, rechazando cualquier intento de establecer categorías que dicten quién pertenece o quién no. La autodefensa, en este caso, implica resistir tanto la presión externa como las dinámicas internas que replican las lógicas de exclusión del sistema neuronormativo. La posibilidad de la neuroanarquía también se reafirma a través de prácticas de desobediencia sensorial y corporal. Rechazar la supresión de la autorregulación, permitir expresiones sensoriales no normativas y abolir las intervenciones terapéuticas o la investigación que buscan “corregir” comportamientos son ejemplos concretos de cómo esta forma de resistencia se manifiesta en el día a día. En última instancia, la neuroanarquía se hace posible cuando las personas neurodivergentes nos negamos a aceptar y participar de cualquier condición impuesta para ser reconocidas, afirmando nuestra existencia fuera de los márgenes de la neuronorma. La autodefensa deja de ser solo una estrategia de resistencia y se convierte en un acto de creación reivindicativa, donde se construyen espacios de libertad y autonomía que desafían activamente el orden establecido.


¡Neuroidentidades sin jerarquías, neurodisidencia sin permiso!

 

 
 
 

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