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El problema del término 'trastorno': patologización, poder y la lucha por la autodeterminación

Por Larissa Guerrero Ph. D


En los últimos días ha llamado mi atención la discusión sobre el uso del término "trastorno" en el contexto del autismo y otros diagnósticos del neurodesarrollo. Especialmente, me resulta llamativo cómo, en muchos debates, supuestos expertos en el tema recurren a afirmaciones incoherentes o a planteamientos superficiales sin un análisis crítico. A pesar de la importancia de esta cuestión, el debate suele quedarse en justificaciones normativas o en explicaciones tautológicas que no abordan el problema desde sus implicaciones filosóficas, epistemológicas y sociales. Esta controversia se centra en la validez y las implicaciones de seguir utilizando un concepto que, desde la medicina tradicional, ha sido considerado esencial para la categorización diagnóstica, pero que desde una perspectiva neuroafirmativa, es visto como una etiqueta patologizante que no representa con precisión la realidad del neurotipo autista.


Por un lado, quienes defienden la permanencia del término argumentan que el enfoque médico y psiquiátrico requiere clasificaciones diagnósticas claras para estructurar evaluaciones, intervenciones, curas y apoyos. Sin embargo, esta postura no se basa en un análisis racional ni en una revisión crítica del concepto, sino en una aceptación dogmática de lo que la medicina y la psicología patologizante han impuesto. No cuestionan los criterios sobre los cuales se construyó el diagnóstico, ni los intereses que han definido qué es considerado un trastorno y qué no. En lugar de evaluar si el término es epistemológicamente válido o si refleja la realidad del autismo, repiten sin cuestionar lo que dicta la autoridad médica, como si esta fuera infalible y neutral.


Según esta perspectiva, el autismo es un "trastorno del neurodesarrollo" porque así ha sido definido en los manuales diagnósticos internacionales, como el DSM-5 y la CIE-11, bajo criterios que identifican diferencias en la interacción social, la comunicación y la regulación sensorial. Para este sector, aceptar el diagnóstico implica reconocer la existencia de una condición que supone desafíos significativos y que, por definición, se aparta de un estándar funcional esperado en la sociedad. Desde esta óptica, evitar el término "trastorno" sería un intento de negar la realidad de las dificultades y desviaciones que enfrentamos muchas personas autistas, lo que podría llevar a la falta de intervenciones y terapias para que logremos adaptarnos y normalizarnos.


Por otro lado, una postura crítica, sostenida principalmente desde el paradigma de la neurodiversidad, cuestiona la noción misma de "trastorno" como descriptor del autismo. Este argumento sostiene que el lenguaje utilizado en los diagnósticos médicos no es neutral y que términos como "trastorno" conllevan una carga valorativa que refuerza una visión patologizante de la diversidad neurobiológica. Desde esta perspectiva, el autismo no es una enfermedad ni una disfunción, sino una variante natural del desarrollo humano, con sus propias formas de procesamiento, percepción y comunicación. Para quienes apoyamos este enfoque, categorizar el autismo como un "trastorno" impone una narrativa deficitaria que ignora las competencias y particularidades de los autistas, además de contribuir al estigma, al capacitismo y marginalización.


Esta tensión entre la concepción médica y la perspectiva neuroafirmativa no es menor, ya que impacta directamente en la manera en que se diseñan las políticas de apoyo, los marcos educativos, el acompañamiento, las evaluaciones de detección, el reconocimiento social de la identidad autista, etc. En el debate actual, la cuestión no es meramente terminológica, sino epistemológica: ¿quién define qué es un "trastorno" y bajo qué criterios? ¿Es el concepto de "trastorno" una descripción objetiva de una realidad neurobiológica, o es una construcción social basada en estándares normativos de funcionamiento?


Analizar la pertinencia del término "trastorno" ya sea en los criterios diagnósticos o como denominación propia, requiere no únicamente acudir al diccionario y enunciar lo que ahí dice, sino que es necesario desglosar su significado desde tres enfoques fundamentales: el etimológico, el nominal y el esencial, así cómo hacer hermenéutica para comprender las implicaciones conceptuales y cómo su uso impacta en la construcción de la identidad y existencia autista dentro del discurso médico, político y social.


La palabra "trastorno" proviene del latín vulgar trastornare, derivado de trans- (a través) y tornare (girar, dar vuelta, cambiar de dirección), esto en cualquier diccionario de etimologías se encuentra sin mayor complicación. En su origen, el término implicaba una alteración o inversión del orden natural de algo, es decir, una perturbación del estado esperado. En español, su significado evolucionó para referirse a un desajuste o perturbación, especialmente en el ámbito de la salud y la conducta humana. Desde su raíz etimológica, el concepto de "trastorno" lleva implícita la idea de desviación respecto a un estado considerado normativo. Esta carga semántica no es menor, pues implica que aquello que se denomina "trastorno" es visto como una alteración de un equilibrio previo o de una condición “adecuada” o típica.


Nominalmente, el término "trastorno" se define en diversos diccionarios como una alteración en el orden, la estabilidad o el funcionamiento de algo. Su uso no se limita al ámbito clínico ni a la salud mental, ya que puede referirse a cualquier tipo de perturbación en sistemas físicos, biológicos, sociales o mecánicos. En el lenguaje cotidiano, "trastorno" puede aplicarse a situaciones de desorganización, cambios abruptos o interrupciones en un estado previo de equilibrio. Léase la constante: perturbación, desorganización, interrupción, pérdida de equilibrio…


En el contexto médico y clínico, el término se emplea para describir condiciones que implican desviaciones de un funcionamiento esperado en distintos niveles del organismo. Estas alteraciones pueden manifestarse en sistemas fisiológicos (como trastornos metabólicos o cardiovasculares), neurológicos (como epilepsia o esclerosis múltiple) o psicológicos (como ansiedad o depresión). En el caso del autismo, su clasificación como "trastorno del neurodesarrollo" se basa en la idea de que representa una desviación de la norma en cuanto al desarrollo neurológico que influye en la comunicación, la interacción social y el procesamiento principalmente.


Es importante destacar que el término "trastorno" en el diagnóstico clínico no es una descripción neutral de la realidad biológica, sino una categoría construida dentro de un paradigma médico específico. La clasificación del autismo como trastorno responde a un marco conceptual que interpreta las diferencias neurológicas a partir de estándares normativos, lo que ha sido cuestionado por enfoques neuroafirmativos y críticos del modelo biomédico.


En el ámbito médico, se distingue trastorno de enfermedad porque los trastornos no necesariamente tienen una causa definida, un agente patógeno identificable o una progresión establecida con un inicio, desarrollo y desenlace predecibles. Mientras que las enfermedades suelen estar asociadas con alteraciones estructurales o biológicas identificables, un trastorno describe un conjunto de características o patrones de funcionamiento que se desvían de la norma, sin implicar una patología específica. Por ello, cualquier afirmación categórica sobre una causa orgánica específica de un trastorno es una bandera roja que debe ser cuestionada críticamente.


En el caso del autismo, se le ha clasificado como "trastorno del neurodesarrollo" porque no se ha identificado un proceso patológico que lo cause, sino una configuración neurobiológica que difiere de lo esperado según los estándares médicos. Sin embargo, el hecho de que no se asocie a una patología específica no elimina su carga patologizante: sigue siendo una etiqueta que implica disfuncionalidad, desviación de la norma y una necesidad implícita de corrección o tratamiento.


El uso del término "trastorno" en el ámbito médico sigue estando relacionado con la falta de salud, ya que se aplica a condiciones que se consideran desviaciones de un estado funcional óptimo. Aunque no implica necesariamente una patología con causa definida, su inclusión en manuales diagnósticos responde a la necesidad de identificar condiciones que generan anomalías o desequilibrios en la vida cotidiana de acuerdo a las expectativas. En este sentido, el término mantiene una connotación de enfermedad al hacer referencia a una perturbación de la salud o desviación de la salud, dado que su uso clínico parte del supuesto de que existe una norma de salud y funcionamiento a la que se compara cualquier variación.


En los manuales diagnósticos como el DSM-5 y la CIE-11, el término "trastorno" se emplea para clasificar condiciones que impactan el desarrollo, el comportamiento y la adaptación funcional. Dentro de este esquema, el autismo ha sido categorizado como un "trastorno del neurodesarrollo", lo que implica una desviación de un estándar funcional predefinido. Sin embargo, esta clasificación no es un reflejo objetivo de la realidad, sino una construcción dentro de un modelo biomédico que establece qué se considera normativo y qué se etiqueta como disfuncional. La designación de un "trastorno" responde a criterios que no son universales ni neutrales, sino que están determinados por parámetros sociales y culturales que moldean la definición de lo que es aceptable dentro de un sistema.


Ahora bien, estas dos aproximaciones al término “trastorno” son insuficientes para realmente lograr hacer una crítica y un juicio informado, se requiere de comprender esencialmente qué es un trastorno, no solo su significado. Desde una perspectiva lógica y filosófica, la definición esencial de un concepto debe señalar su género próximo y diferencia específica, es decir, debe indicar a qué categoría general pertenece y qué lo distingue dentro de esa categoría. En este sentido, "trastorno" pertenece al género próximo de alteraciones funcionales y su diferencia específica radica en que estas alteraciones afectan la estabilidad, el orden o el funcionamiento de un sistema. Aplicado al ámbito médico y de las ciencias de la salud como la psicología o la neuropsicología, un trastorno es (no significa, sino es) una alteración en la estructura o función de un sistema biológico, psicológico o social que afecta su funcionamiento sin que necesariamente haya una lesión orgánica o un agente patógeno específico, que señala una alteración en la salud.


El término "trastorno" es inherentemente patologizante y deshumanizante, ya que no solo describe una desviación de un modelo normativo, sino que también implica una carga valorativa negativa. A diferencia de términos como "variante", “divergente” o "diferencia", que reconocen la diversidad sin asumir disfuncionalidad. "Trastorno" conlleva la idea de un fallo o deficiencia que necesita ser corregido o tratado. Su uso refuerza la noción de que cualquier divergencia con respecto a la norma debe ser vista como un problema, generando así un marco de exclusión y medicalización de la diversidad neurológica.


A partir de los elementos analizados—su etimología, definición nominal y esencial, así como su uso diferenciado en el ámbito clínico—es posible realizar una hermenéutica del término "trastorno", es decir, una interpretación crítica de su significado dentro y fuera de los marcos normativos que estructuran su uso. Esta interpretación debe considerar cómo el concepto se construye, qué supuestos lo sostienen y qué implicaciones tiene en la forma en que percibimos el neurodesarrollo, la neurodiversidad y la agencia humana, porque es agencia no funcionalidad.


El término "trastorno" no es un reflejo objetivo de una realidad biológica ni neurobiológica incuestionable, sino una categoría que surge dentro de un marco epistemológico determinado: el modelo biomédico. Este modelo, basado en la medicina occidental moderna, establece que la salud es un estado de equilibrio y funcionalidad óptima, mientras que cualquier desviación de este estado se conceptualiza como patología o disfunción. En este contexto, los trastornos no son simplemente descripciones de diferencias, sino clasificaciones artificiales construidas para identificar y gestionar aquello que se considera problemático dentro de una estructura social y científica específica.


Uno de los pilares de esta construcción es la normatividad, que establece estándares sobre lo que se considera un desarrollo, conducta o “funcionamiento” "típico". Dichos estándares no son naturales ni universales, sino productos históricos que han evolucionado en función de necesidades socioculturales y económicas. Por ejemplo, las categorías de salud y enfermedad, funcionalidad e incapacidad, han variado con el tiempo dependiendo de los avances científicos, las dinámicas laborales y las exigencias de cada sociedad. En este sentido, el concepto de "trastorno" no solo describe una situación, sino que también impone una interpretación de la misma, al definir qué formas de existencia requieren intervención y cuáles son aceptables dentro de un orden social dado y previamente establecido y estandarizado.


Asimismo, el término "trastorno" se sostiene sobre el principio de la falacia de la funcionalidad, que presupone que los sujetos deben desempeñar ciertos roles dentro de la estructura social. Cuando una configuración neurobiológica, un rasgo cognitivo o una conducta no encajan en estos parámetros funcionales, se les categoriza como trastornos, independientemente de si realmente implican sufrimiento o dificultades inherentes. En el caso del autismo, la clasificación como "trastorno del neurodesarrollo" se basa en una comparación con un estándar neurotípico que se asume como referencia universal, sin cuestionar si dicho estándar es legítimo o simplemente una construcción arbitraria basada en las necesidades de la mayoría y dinámicas de poder.


El origen de esta normatividad se encuentra en la intersección entre la medicina, la psicología y las estructuras socioeconómicas que definen lo que es "funcional" o "disfuncional" dentro de un sistema. La escuela médica occidental, influida por la Ilustración y el positivismo, ha desarrollado categorías diagnósticas que clasifican las diferencias humanas en términos de anomalías que requieren corrección. A esto se suma la influencia de las necesidades industriales y capitalistas, que han modelado los criterios de normalidad en función de la eficiencia, productividad y la capacidad de adaptación a un entorno diseñado para el neurotipo mayoritario, meros criterios utilitarios.


En este sentido, la hermenéutica del concepto de "trastorno" revela que su uso no es neutral ni puramente descriptivo, sino que responde a una estructura de poder que determina qué formas de percepción, cognición, procesamiento, respuesta y comportamiento son legítimas y cuáles deben ser medicalizadas. El debate en torno a su uso en el autismo no es solo terminológico, sino profundamente político y epistemológico, pues cuestiona las bases sobre las cuales se define la diversidad neurobiológica y cómo se construye el conocimiento sobre el “funcionamiento” humano. Aceptar el término "trastorno" en la conceptualización del autismo implica asumir un marco epistemológico que, lejos de ser neutral y objetivo, está condicionado por sesgos históricos, normativos y funcionales que responden a una construcción médica artificial.


Esta construcción parte de la premisa de que el desarrollo humano tiene una trayectoria estándar y que cualquier desviación de esta debe ser clasificada y gestionada dentro de un sistema de salud diseñado para identificar disfunciones. Sin embargo, esta perspectiva presenta varias limitaciones y sesgos que deben analizarse críticamente desde el paradigma de la neurodiversidad y desde las experiencias vividas por las personas neurodivergentes.


1. Sesgo normativo: la patologización de la diferencia


El uso del término "trastorno" presupone que existe un modelo ideal de desarrollo y “funcionamiento” humano, y que cualquier variación con respecto a este modelo representa un déficit. Este enfoque ignora el hecho de que la diversidad neurológica es una parte natural de la variabilidad humana y no una anomalía que requiere corrección. En este sentido, la clasificación del autismo como trastorno refuerza la idea de que las diferencias mentales, cognitivas, perceptivas, etc., son problemáticas en sí mismas, en lugar de reconocer que los problemas surgen principalmente de la falta de accesibilidad y justicia social.


2. Sesgo funcional: la utilidad sobre la identidad


La categorización del autismo como trastorno se basa en criterios de funcionalidad determinados por la capacidad de la persona para adaptarse a un entorno social y económico específico. Se asume que lo que no encaja dentro de estos parámetros debe ser clasificado como disfuncional, sin considerar que el propio sistema en el que se evalúa la funcionalidad está diseñado de manera excluyente. Este sesgo ignora que la funcionalidad no es un atributo inherente a una persona, sino el resultado de la interacción entre el individuo y su contexto, y que en realidad no es funcionalidad sino desempeño, autonomía y agencia. Desde una perspectiva neuroafirmativa, la verdadera disfunción no está en el cerebro autista ni neurodivergente, sino en las estructuras sociales que no permiten su participación sin exigir conformidad con la neuronorma.


3. Sesgo epistemológico: el privilegio de la mirada médica


El modelo médico-clínico asume que el conocimiento sobre el autismo debe construirse desde la observación externa y desde criterios diagnósticos establecidos por especialistas, lo que deja fuera la perspectiva de las propias personas autistas. Esto genera un sesgo epistemológico en el que la experiencia neurodivergente es interpretada bajo categorías impuestas, en lugar de ser comprendida desde su propia lógica interna. La epistemología de la neurodiversidad, en contraste, parte de la premisa de que las personas autistas tienen una comprensión válida y legítima de su propia cognición y que esta debe ser el punto de partida para cualquier análisis del autismo.


4. Limitaciones del modelo clínico en la comprensión del autismo


El marco del "trastorno" limita la forma en que se conceptualiza el autismo, ya que lo define únicamente en términos de déficit y disfunción, dejando fuera aspectos fundamentales como la identidad, la cultura autista y las fortalezas inherentes a este neurotipo. Además, esta visión patológica influye en la investigación científica, ya que orienta los estudios hacia la búsqueda de causas genéticas, biomarcadores y posibles tratamientos, en lugar de centrarse en mejorar la calidad de vida de las personas autistas en relación de nuestras propias necesidades.


La única manera de salir de la discusión sobre si el término "trastorno" es adecuado para describir el autismo y otras neurodivergencias es abordar la realidad tal como existe, sin los sesgos normativos, patologizantes o funcionalistas impuestos por el modelo médico tradicional. Esto implica reconocer que el conocimiento sobre la neurodiversidad no puede ser construido únicamente desde una perspectiva externa, sino que debe incluir la voz de quienes viven estas experiencias de manera directa. Para lograrlo, es fundamental recurrir a la justicia epistemológica, un marco que busca equilibrar las asimetrías en la producción del conocimiento y corregir la exclusión sistemática de perspectivas marginadas.


La justicia epistemológica, como plantea Miranda Fricker, es un marco que busca corregir las desigualdades en la producción y validación del conocimiento. Fricker distingue dos tipos de injusticia epistemológica: la injusticia testimonial, que ocurre cuando se desacredita el conocimiento de un grupo o persona debido a prejuicios estructurales, y la injusticia hermenéutica, que sucede cuando un grupo carece de los recursos conceptuales para interpretar y expresar su propia experiencia debido a una estructura de conocimiento dominada por otros (que es lo que les pasa a todos los neurodivergentes que aceptan el término “trastorno”).


En el contexto del autismo, estas formas de injusticia epistemológica han sido evidentes a lo largo de la historia. La autoridad para definir qué es el autismo y cómo debe ser entendido ha recaído casi exclusivamente en profesionales de la salud, investigadores y clínicos que han observado y categorizado el autismo desde un enfoque externo (que además son capacitistas en su mayoría). Esto nos ha dejado a las propias personas autistas en una posición de desventaja epistémica, donde nuestro conocimiento sobre nosotros mismos y nuestra experiencia subjetiva han sido ignoradas, minimizado y reformulado dentro de un marco patologizante la narrativa de la existencia autista o neurodivergente.


El término "trastorno" es una manifestación de esta injusticia epistemológica porque no es una simple categoría descriptiva, sino una construcción que impone una interpretación biomédica sobre la realidad del autismo. Este concepto emerge de un paradigma que asume que cualquier desviación del estándar neurotípico es una disfunción, sin cuestionar la arbitrariedad de dicho estándar.


Desde la injusticia testimonial, la voz de las personas autistas ha sido históricamente desacreditada cuando cuestionamos nuestra clasificación como "trastorno". Se asume que quienes tienen la autoridad para definir el autismo son los especialistas médicos que no tienen la mínima experiencia autista encarnada, lo que relega la experiencia autista a una posición secundaria o incluso irrelevante, dicho de otro modo, nos invisibilizan. Esto refuerza una jerarquía epistémica en la que el conocimiento científico y clínico es considerado más válido que el conocimiento experiencial, a pesar de que este último ofrece una perspectiva interna fundamental para comprender la realidad del autismo.


Desde la injusticia hermenéutica, el uso del término "trastorno" ha limitado la forma en que las propias personas autistas pueden conceptualizarse a sí mismas. Al operar dentro de un marco que define nuestro neurotipo en términos de déficit y disfunción, se nos niega y cuestiona el acceso a un lenguaje que nos permita describir nuestra experiencia de manera no patologizante, lo peor y más triste es cuando viene desde la misma comunidad. Esto ha llevado a que muchas personas autistas tengan que resignificarse dentro de una categoría impuesta, buscando la utopía de la normalización en lugar de contar con marcos alternativos que reflejen nuestra identidad y realidad sin reducirla a una anormalidad médica.


Romper con esta estructura implica reconocer que la diversidad neurobiológica no debe ser interpretada exclusivamente a través de categorías clínicas que la reducen a un problema. La justicia epistemológica exige un cambio en la forma en que se produce el conocimiento sobre el autismo, permitiendo que las personas autistas seamos protagonistas y reconocidas como sujetos epistémicos con autoridad sobre nuestra propia experiencia. Solo así es posible trascender la narrativa dogmática patologizante del "trastorno" y construir un marco conceptual que respete la diversidad cognitiva en sus propios términos.


Asimismo, la neurofilosofía neuroafirmativa surge como una necesidad de corregir los reduccionismos y sesgos que han dominado la conceptualización del autismo dentro del modelo biomédico y otros enfoques normativos. La neurofilosofía parte de la realidad de las experiencias subjetivas, de la conciencia y de los fenómenos mentales, integrando los hallazgos de la neurociencia para construir una comprensión del autismo que no esté determinada por estructuras de poder, normativas impuestas o reduccionismos metodológicos. La neurofilosofía neuroafirmativa desmonta las narrativas que han definido el autismo exclusivamente desde categorías externas, como el déficit o la disfunción, y propone un análisis basado en la realidad vivida por las personas autistas.


Como disciplina y epistemología, trabaja de forma transdisciplinar con las neurociencias, integrando sus hallazgos para analizar la estructura de la percepción, la cognición y la conciencia autista desde una perspectiva que no esté determinada por reduccionismos. De este modo, corrige interpretaciones sesgadas que han surgido del biologicismo, el materialismo reduccionista y la hegemonía de ciertos discursos médicos. En lugar de asumir que el cerebro autista es un sistema defectuoso o alterado según criterios normativos, la neurofilosofía neuroafirmativa lo estudia desde su propia lógica y coherencia interna, reconociendo la diversidad y validez de la experiencia y la forma en que el autismo configura la relación del individuo con el mundo.


Uno de los principales objetivos de la neurofilosofía neuroafirmativa es señalar los sesgos estructurales que han influido en la forma en que se define y estudia el autismo. Entre ellos se encuentran:


  1. El reduccionismo metodológico, que ha interpretado el autismo desde modelos clínicos diseñados para estudiar la enfermedad y la disfunción, sin considerar la subjetividad y la vivencia autista.

  2. El materialismo extremo, que ha intentado reducir la experiencia autista a procesos neuroquímicos o genéticos, sin tomar en cuenta la conciencia y la fenomenología del autismo.

  3. Las normativas funcionalistas, que han establecido qué formas de cognición y comportamiento son aceptables, categorizando cualquier divergencia como trastorno o déficit.

  4. Las hegemonías discursivas, que han otorgado la autoridad sobre la definición del autismo a instituciones médicas y científicas, excluyendo la voz de las personas autistas en la construcción del conocimiento sobre su propia experiencia.

  5. Los discursos de poder, que han patologizado la neurodivergencia dentro de un sistema que define la salud en función de la productividad y la adaptación a un entorno normado por la mayoría neurotípica.


Estos sesgos han contribuido a que el autismo sea conceptualizado como un "trastorno", en lugar de ser entendido como una variabilidad neurobiológica con una lógica propia de existencia. La neurofilosofía neuroafirmativa no niega que las personas autistas experimentamos desafíos en un mundo estructurado para la neurotipicidad; cuestiona la idea de que estas dificultades sean intrínsecas al neurotipo y a la persona, y señala que son el resultado de la falta de acomodaciones y comprensión, así como exceso de capacitismo.


El modelo biomédico ha sido útil para describir muchos aspectos del autismo desde una perspectiva científica, pero presenta sesgos fundamentales que distorsionan su comprensión y realidad. Uno de los problemas más graves es que opera bajo el supuesto de que cualquier desviación del estándar neurotípico es una disfunción, sin cuestionar la arbitrariedad de ese estándar. Desde la neurofilosofía neuroafirmativa, la pregunta clave no es si el autismo es o no un trastorno, sino qué criterios se están utilizando para definirlo como tal y quién tiene la autoridad para hacerlo.


El modelo biomédico parte de una lógica que:

  • Define el funcionamiento cerebral ideal en términos de adaptación a un entorno mayoritario, sin considerar que ese entorno es un producto cultural y no una norma biológica objetiva.

  • Utiliza herramientas diagnósticas basadas en la observación externa, lo que implica un sesgo interpretativo que filtra la experiencia autista a través de categorías patologizantes.

  • Establece suposiciones sobre la funcionalidad basadas en criterios de independencia, comunicación y socialización, sin analizar si estos criterios son universales o simplemente reflejan las expectativas de la sociedad neurotípica.


Superar el concepto de "trastorno" implica una reformulación crítica de la manera en que se estudia, se comprende y se narra el autismo. Este cambio no consiste en negar la existencia de desafíos en la vida autista, sino en desplazar la atención de un enfoque deficitario a uno que analice la subjetividad autista desde su propia realidad experiencial.


Este nuevo marco conceptual se basa en:


  1. Una ontología del autismo, que define el autismo en términos de su propia estructura de percepción, cognición y existencia, sin compararlo con la neurotipicidad como referencia.

  2. Una epistemología experiencial, que reconoce la validez del conocimiento autista sobre sí mismo y lo sitúa en el centro de cualquier discusión sobre el autismo.

  3. Un enfoque integrador de la neurociencia, que utiliza los hallazgos científicos sin caer en reduccionismos que ignoren la conciencia, la subjetividad y la fenomenología del autismo.

  4. Una crítica a las normativas funcionalistas, que han determinado qué formas de cognición y comportamiento son "saludables" sin considerar que estos criterios son construcciones culturales.

  5. Una despatologización del lenguaje y los marcos interpretativos, eliminando la carga negativa del autismo en la clasificación médica y proponiendo una visión que respete su diversidad sin imponer modelos de corrección o normalización.


El problema fundamental del término "trastorno" no es solo su carga patologizante, sino el marco epistemológico y ontológico en el que se inserta. Que nos estamos dejando llevar por estándares del hombre promedio y expectativas que ya ni siquiera cuadran con la realidad actual, ni siquiera la neurotípica. No significa rechazar la investigación médica, sino humanizarla y alejarla del capacitismo, además de quitarle su ego y delirios de supremacía científica, el trabajo debe ser transdisciplinar. Además, utilizar los avances y descubrimientos de manera crítica para corregir los sesgos que han moldeado la narrativa sobre el autismo. Trascender el concepto de “trastorno” no es un simple cambio de terminología, sino un cambio estructural en la forma en que concebimos la neurodiversidad y nuestra humanidad, eliminando las categorías impuestas por sistemas normativos y permitiendo que el autismo sea entendido en sus propios términos.

 

Aceptar el diagnóstico de "trastorno del espectro autista" no es simplemente aceptar un término clínico, sino asumir un marco epistémico que define el autismo en términos de desviación y déficit, y por ende define nuestra existencia humana e identidad.


El lenguaje que utilizamos para hablar del autismo no es solo un asunto terminológico, sino una cuestión de poder. Los conceptos moldean realidades, definen identidades y señalan la manera en que el mundo percibe y trata a quienes se nos ajustamos o no a la neuronormatividad. Ya lo he dicho muchas veces tenemos una responsabilidad ontológica, semántica y semiótica.


Si el estándar de normalidad y los criterios de comportamiento han sido establecidos desde la discriminación y el ejercicio del poder, ¿está bien aceptar que tenemos un trastorno cuando esa categoría ha sido diseñada para invalidarnos y reducirnos a un problema a resolver?


Las palabras con las que nos nombramos determinan quiénes somos y cómo habitamos el mundo. No se trata solo de rechazar un término, sino de negarse a ser definido por quienes han impuesto su visión desde afuera, ignorando la experiencia vivida. Yo no quiero ser lo que otros, ajenos a mi existencia, insisten en que debo ser, ¿y, tú?

 

 
 
 

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